Los aniversarios constituyen una buena ocasión para ajustar cuentas, celebrar actos, promover acontecimientos culturales, a veces con un barniz propagandístico demasiado evidente; o, cuando se trata de hechos históricos de especial relevancia, actualizar los conocimientos y las visiones que la comunidad científica tiene sobre ellos, con el suculento aliciente de un negocio editorial causado por el alud de estudios y obras nuevas que buscan el beneplácito del público experto y del aficionado. El año 2014 es propicio: el centenario de la Primera Guerra Mundial ya concita sobre el mapa europeo un elenco de actividades, exposiciones y actos políticos inabarcable. No es para menos. Frente a la Segunda Guerra Mundial, más conocida para un público no especialista, en parte por el morbo añadido de la locura asesina del régimen nazi o por la enorme capacidad tecnológica puesta en juego en ella, la Gran Guerra aparece como un conflicto algo desdibujado, reducido en el imaginario colectivo a las alambradas, las trincheras y los largos capotes grises de los soldados de infantería. Por otro lado, pese a la complejidad de su correcta interpretación, del cúmulo de causas entrecruzadas, de la diversidad de las estrategias empleadas, de los efectos territoriales, de las consecuencias culturales, sociales y económicas, la tendencia a la simplificación que subyace en las síntesis divulgativas y en los manuales de historia contemporánea hace inevitable la conclusión, matizada, de la responsabilidad alemana. El maldito artículo 231 del tratado de Versalles (Los gobiernos aliados y asociados declaran, y Alemania reconoce, que Alemania y sus aliados son responsables, por haberlos causado, de todos los daños y pérdidas infligidos a los gobiernos aliados y asociados y sus súbditos a con secuencia de la guerra que les fue impuesta por la agresión de Alemania y sus aliados) parece establecerla sin sombra de duda. Todo el mundo sabe que ese tratado fue una imposición vengativa de los aliados, pero escrito quedó. Hay historiadores actuales que validan esa conclusión, como el inglés Max Hastings, quien en su reciente 1914, el año de la catástrofe viene a afirmar que “se puede discutir si fue la responsable del estallido, pero no el hecho de que si había una potencia que podía haber detenido el mecanismo que llevó a la guerra era Alemania”. Y concluye: “Es difícil hoy persuadir a la gente de que detener a los alemanes en la Gran Guerra fue una causa que mereció la pena, predomina la idea […] de que fue una carnicería absurda, pero basta con pensar en cómo habría sido Europa de vencer las potencias centrales. Muchos critican la paz de Versalles porque, dicen, fue cruel con los alemanes, no imaginan el tipo de paz que hubiera impuesto Alemania. La libertad, la justicia y la democracia europeas habrían salido muy perjudicadas” (EL PAÍS, 16 de diciembre de 2013).
En una línea similar se expresa el periodista y escritor alemán Sebastian Haffner (1907-1999) en una obra publicada en 1964, justo cincuenta años después del inicio del conflicto. Haffner, que tiene media docena de publicaciones sobre el período 1914-1939 en Alemania, es un escritor de prestigio y reconocimiento creciente desde que saliera a la luz en 2000 Geschichte eines Deutschen. Die Erinnerungen 1914-1933 (Historia de un alemán. Memorias 1914-1933). Su oposición al régimen nazi lo llevó al exilio en Londres. De regreso a Alemania en 1954 trabajó como periodista. En España todas sus obras se han editado entre 2003 y 2007. Su estilo es preciso, incisivo y didáctico. Sus obras no son resultado de sesudos trabajos de investigación histórica, sino brillantes reportajes periodísticos que ponen el acento en las claves de un período o de una sucesión de hechos políticos determinantes. Otra característica de sus libros es la crítica, a veces feroz, que le merecen los actos y las decisiones políticas de los gobernantes alemanes, desde el káiser Guillermo II al propio Hitler, así como los juicios poco amables que expresa sobre sus compatriotas: “En lugar de cuestionarse por qué se embarcaron en la guerra y luego la perdieron, se han convencido una y otra vez de que ellos no fueron culpables y de que, en realidad, la habían ganado”.
En Los siete pecados capitales del Imperio alemán en la primera guerra mundial Haffner enumera y disecciona de forma convincente los errores que llevaron a Alemania a perder esa guerra.
Primer error: el alejamiento de Bismarck. Haffner señala la cesura que se produce en la política exterior alemana tras la dimisión de Bismarck (1890) y sobre todo desde 1897. La idea que los historiadores de ese período han señalado como fundamental, a saber, que el autor de la unificación se daba por satisfecho con los logros territoriales de 1871 (“Somos uno de los estados satisfechos, no tenemos necesidades que pudiésemos cubrir con el sable”), se desvanece al final del siglo XIX. Haffner señala los focos de tensión conocidos, en especial los Balcanes, mas subraya al mismo tiempo la capacidad de la diplomacia europea para solucionar cada crisis. Pero la política de paz de Bismarck y del Imperio alemán desde 1871 se convierte en una política de guerra en época del káiser Guillermo II. La Weltpolitik, las ideas de “misión alemana”, de búsqueda de “un lugar bajo el sol”, el interés de hacer sombra a la hegemonía marítima inglesa, todo contribuyó a una política de hostilidad. El rechazo alemán a la oferta británica de alianza y el cálculo erróneo de las posibilidades de una alianza entre Francia, Rusia e Inglaterra dio lugar en 1907 a una situación diplomática que el propio Imperio alemán se había buscado. Junto a esos factores obraba el irracional deseo de imitar la política colonial británica y el afán por ser una potencia hegemónica mundial.
Segundo error: el plan Schlieffen. Haffner señala, contra lo que parece asentado en los libros de historia, que el atentado de Sarajevo no provocó la guerra. Ni el gobierno serbio lo preparó ni Austria creía en su culpabilidad. De hecho los austríacos quedaron horrorizados y fueron incapaces de tomar la decisión de atacar a Serbia. Esa decisión se tomó en Potsdam. Si la guerra aparecía como inevitable para los alemanes, la ocasión de Sarajevo permitía romper en los Balcanes la alianza entre Francia y Rusia, por un lado, e Inglaterra, por otro. Al tratarse de un conflicto entre Austria y Rusia en esa zona de Europa tan alejada de los intereses británicos, los alemanes calcularon que Inglaterra no sacrificaría su reciente distensión con Alemania. Haffner insiste en que no se trató de una “política insensata ni alocada ni tampoco criminal”. Los cálculos alemanes estaban en lo cierto: los ingleses no irían a la guerra por Serbia, ni por Rusia, ni, pese a la existencia de un pequeño sector belicista entre su clase política, por Francia. La neutralidad inglesa, al menos al principio de la guerra, estaba garantizada y los franceses se sintieron abandonados. Sin embargo, el error alemán fue invadir Bélgica. Al ultimátum británico del 3 de agosto siguió la declaración de guerra a Alemania del día 4. El error tiene un nombre: el plan Schlieffen, que preveía una estrategia de guerra en dos frentes: oriental y occidental. La rapidez de la derrota francesa dependía de la violación de la neutralidad belga. Los militares se imponían a los políticos por primera vez durante los cuatro años que iba a durar la guerra. La política alemana hasta julio de 1914 estaba basada en la preservación de la neutralidad británica; el plan Schlieffen metía a Inglaterra en la guerra, tanto si funcionaba como si no. De una guerra en un solo frente o con posibilidad de resistir un eventual ataque francés Alemania pasó a un escenario de guerra mundial contra tres grandes potencias.
Tercer error: la huida de la realidad. En otoño de 1915, fracasado el plan Schlieffen y contenidos los rusos en el frente oriental, la posición de Alemania no permitía asegurarle una victoria en la guerra, más bien a largo plazo su capacidad armamentística y su resistencia solo le podían otorgar una paz sin vencedores ni vencidos, dada la situación de empate en el campo de batalla. En 1916 no había expectativa alguna de victoria militar, de modo que Alemania solo podía aspirar a posponer la amenaza de la derrota pactando una paz que no alterase apenas la situación de las fronteras anteriores a 1914. Pero para los deseos y los objetivos alemanes esa paz equivalía a una derrota. La huida de la realidad que señala Haffner les hizo especular sobre el futuro de Bélgica y de Polonia dentro del Imperio alemán. Ningún interés tenían esos países para Alemania, indica Haffner, excepto el pretexto irracional de no retirarse de vacío de la guerra.
Cuarto error: la guerra submarina sin cuartel. El plan Schlieffen pretendía sacar a Francia de la guerra y metió a Inglaterra; la guerra submarina sin cuartel pretendía sacar a Inglaterra y metió a Estados Unidos. El presidente Wilson ya había advertido a Alemania de esa posibilidad, de modo que, según Haffner, se repitió el mismo error de lógica: aceptar un daño seguro a cambio de un éxito especulativo. La apuesta era arriesgada: los submarinos eran un arma nueva a la que se le exigía la necesidad de ganar una guerra, sin embargo eran vulnerables. Así que el 1 de febrero de 1917 se decidió que no salieran a la superficie para disparar los torpedos. El hundimiento indiscriminado de buques de guerra, cargueros, aliados y neutrales significaba la guerra contra Estados Unidos, que no estaba dispuesto a que sus marineros se ahogasen en una guerra ajena. El cálculo estratégico del mando de la Marina no era descabellado: hundir 600.000 toneladas al mes, lo que supondría la petición de paz de Inglaterra y del resto de los aliados. Pero eso tenía que ocurrir antes de la llegada de los soldados norteamericanos a Europa. La opinión pública y la mayor parte de los políticos eran favorables a la idea de una derrota del enemigo en seis meses y con un número escaso de bajas propias. Durante tres meses los cálculos funcionaron, pero el empleo de los convoyes por parte de Inglaterra hizo que las cuentas se desmoronaran. El agrupamiento de los mercantes protegidos por barcos de guerra británicos dificultó enormemente la localización de los objetivos enemigos por parte de los submarinos. En enero de 1918 ya se construían más barcos de los que se hundían. La derrota se hizo inevitable, pero nadie dio una explicación sobre la entusiasta aceptación infantil de la guerra submarina. Hasta 1916 la paz habría sido benévola con Alemania, pero el discurso del presidente Wilson ante el Congreso de su país atacaba el régimen alemán por antidemocrático: la voluntad de castigo presagiaba que Alemania no podía esperar salir indemne de la guerra.
Quinto error: la bolchevización de Rusia. Con este objetivo Alemania pretendía la liquidación del frente oriental, el descalabro de Rusia y su anulación por mucho tiempo. Haffner afirma que el conservador Imperio alemán decidió ayudar a todas las fuerzas revolucionarias que podían causar daño a sus grandes enemigos europeos. En ese contexto se desarrolla la iniciativa alemana de facilitar el paso por su territorio de Lenin en su célebre viaje entre Suiza y Rusia; y la financiación por Alemania de las actividades del partido bolchevique durante el verano de 1917, entre ellas el equipamiento de armas para la Guardia Roja, la puesta en marcha de Pravda y el aumento de la afiliación. Haffner calcula en 26 millones de marcos esa ayuda. La probable contrapartida era la consumación de una revolución que solicitase la paz con Alemania. Tras el triunfo de los bolcheviques y la firma de la paz de Brest-Litovsk Alemania se había asegurado el hundimiento del frente oriental y la última oportunidad de intentar ganar la guerra concentrando todos sus efectivos en el frente occidental. Sin embargo, no lo hizo así.
Sexto error: la última oportunidad desaprovechada. Haffner argumenta que esa oportunidad se dio en la primavera de 1918. No obstante, los alemanes no dirigieron todas sus tropas del frente oriental liberadas tras Brest-Litovsk hacia el frente occidental, pese a que era la única posibilidad de forzar el curso del conflicto antes de la llegada de los soldados estadounidenses. No lo hicieron porque Alemania ambicionaba la creación de un imperio oriental. Por ese motivo mantuvieron en el este tropas que ocuparon Finlandia, Estonia, Ucrania, Crimea y otros territorios hasta el Cáucaso. Las 50 divisiones que faltaron en el frente occidental estaban entretenidas conquistando ese fantasioso imperio para Alemania. Una vez perdida esa oportunidad ya no hubo más. Desde abril comenzaron a llegar 250.000 soldados de Estados Unidos por mes. Los alemanes, que a principios de mayo tenían tres millones de soldados en el frente occidental y uno en el oriental, estaban extenuados tras casi cuatro años de guerra. Sin posibilidad de que sus soldados fuesen sustituidos, calculaban poder resistir un año más, tal vez año y medio. Pero aún cometieron un último error.
Séptimo error: la verdadera “puñalada por la espalda”. En junio de 1918 resulta evidente que las ofensivas desesperadas de Alemania por expulsar a los ingleses y forzar la rendición francesa habían fracasado. Pero cabía aún la posibilidad de una paz negociada que pasaba por la retirada de Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Esa retirada se podría haber explicado al pueblo alemán para justificar la defensa del territorio propio, pero aquí actuó de nuevo, según explica Sebastian Haffner, la incapacidad de los dirigentes de reconocer la realidad y asumir el fracaso de los planes. A partir de julio las ofensivas de verano se saldaron con derrotas militares y retiradas forzosas del frente occidental, lo que constituyó un desperdicio irresponsable de tiempo y de fuerzas. En 1918 los alemanes habían perdido un millón y medio de hombres. Por último, Ludendorff, que se había negado en todo momento a cualquier iniciativa diplomática, solicitó el 29 de septiembre sin previo aviso una mediación al presidente Wilson para lograr un alto el fuego, lo que revelaba a sus enemigos la verdadera situación militar del país, además de suponer que Alemania aceptaba el programa de los 14 puntos del presidente de Estados Unidos formulado en enero. Era la consumación de la derrota. Los posteriores disturbios de noviembre fueron su consecuencia, no su causa. Se constituyó un gobierno que, mientras desaparecían el emperador, los príncipes, el nuevo canciller y los ministros del gobierno anterior, debió asumir la derrota y la capitulación, cuando a los partidos políticos que lo integraban no se les había permitido asumir ninguna responsabilidad durante la guerra.
Los huidos de noviembre reaparecieron un año más tarde para acusar al gobierno y al SPD en particular de la “puñalada por la espalda”. La verdadera puñalada por la espalda fue que los culpables rehuyeran su responsabilidad, dividieran al pueblo alemán y lo volvieran contra sí mismo.
Haffner escribe un epílogo en el que recapitula y sintetiza todos los errores y en el que afirma, a modo de conjuro explicativo: “Lo que sí poseen [los alemanes] en exclusiva es esa ingenuidad que los lleva a exculparse y a reclamar ante un mundo al fin y al cabo vencedor y al que han desafiado y maltratado gravemente el derecho a que sus propios actos no tengan en absoluto consecuencias”. Y “…el hecho de que, más adelante, una vez iniciada la conquista, los alemanes se considerasen víctimas inocentes y repentinas de un asalto presupone un alto grado de dispersión mental y falta de atención o bien una insólita capacidad de autoengaño”.
En el epílogo de la reedición de 1981 Haffner critica “la actitud de un pueblo insatisfecho y avaricioso que no tenía suficiente con lo que ya poseía, que inquietó al resto del mundo y se marcó objetivos solo alcanzables por la vía bélica”.