Quienes venimos del mal sueño de una infancia en que la educación era
verdaderamente adoctrinamiento, la alegría apenas una certeza de ritos
familiares y el futuro una nebulosa gris en la galaxia de un régimen represor,
reconocemos pronto las raíces de aquel tiempo en los frutos del actual. No de
otro modo puede explicarse la familiaridad de un pensamiento reaccionario que,
con los mismos clichés altisonantes y abominables, denigra al extranjero que llega
en busca de una vida mejor, mantiene una visión de las mujeres vinculada al
hombre, identifica progresismo y justicia social con comunismo, se lamenta por la
remoción física y sentimental del pasado y niega la ecuánime comprensión histórica
de los tiempos de la dictadura.
Ese
ideario es el que mantiene sin complejos VOX, aupado por los votos a un lugar
destacado de las preferencias de una parte de la ciudadanía. Se puede argumentar
que se trata de una formación democráticamente surgida y elegida, pero su
ideología (un término que a veces rechazan para ellos mismos) es
manifiestamente dañina. En un contexto de auge de las derechas extremas en
Europa y el mundo, España no constituye una excepción. Los sistemas de acceso a
los canales de la información se han democratizado de tal manera que casi
cualquiera que maneje mínimamente las redes sociales puede convertirse en
difusor de un pensamiento político, por aberrante que sea. Ese poder de
escribir unas pocas palabras con un comentario falso o hiriente en el que se
concentran los fantasmas y las fobias de los ciudadanos hace que las
posibilidades de reconducir la disputa política a foros más racionales se vayan
alejando gradualmente. Una insinuación se convierte en una mentira o una verdad
amplificadas y alcanzan la categoría casi inmediata de argumento político
contra el oponente. Si a eso se añade que el individualismo feroz del siglo XXI
ha generado formas relativistas de “pensamiento débil”, es fácil concluir que
el debate político está desnaturalizado hasta el punto de convertir las sesiones
parlamentarias en representación y las redes sociales en el verdadero campo de
batalla, donde el control es prácticamente inexistente.
Claro que no solo VOX, en el caso que nos ocupa, emplea ese recurso. Pero
la responsabilidad de un organismo tan arraigado en las democracias actuales
como es un partido político crece en función de su proyección en los medios. Y
esa responsabilidad no afecta solo al cúmulo de deformaciones, bulos y mentiras
lanzadas a las redes y canales de información o voceadas en los órganos de
representación de los ciudadanos, sino, principalmente, al contenido de esas
informaciones, que, quieran o no, no refleja sino su ideología. Y la de VOX es
destructora de un estado de desarrollo y madurez de la democracia que ha
costado casi cincuenta años lograr. Su propuesta ideológica puede ser legal,
pero no es legítima, por cuanto pretende alterar el grado de salud del sistema
que los españoles nos hemos ido concediendo desde 1975. No se trata de un
retroceso de veinte años, como se dice ahora por parte de la izquierda. Es algo
más profundo: se quiere asentar un nuevo régimen que niega derechos y
principios fundamentales del ser humano, como la igualdad social, una educación
liberada de prejuicios sectarios (ellos sí adoctrinan), la negación racional de
evidencias científicas que afectan a la salud humana y a la del planeta o la
búsqueda de reparación y verdad para los descendientes de las víctimas del
régimen franquista.
Se habla últimamente de “guerras culturales”. Puede parecer adecuada la
expresión, pero la cultura forma parte de la ideología y con ella se hace política,
como con casi todo lo demás. En esa terminología bélica, el campo de batalla no
es neutral, tiene un matiz que favorece en un primer momento al que lo ha
elegido; y VOX ha sabido hacerlo en temas como la violencia de género, cambiando
sus nombres, la historia española del siglo XX, relatándola a su modo para
desprestigiar la labor de tantos historiadores, o el cambio climático,
denigrándolo para permitir que el control de las fuentes de energía siga en
manos de los mismos, que no son las suyas, por cierto.
En esta estrategia, la mentira o la ignorancia cerril constituyen el
ariete del que se valen los partidos de extrema derecha como VOX para socavar
la dignidad y la solvencia de las instituciones democráticas. No están solos en
ese empeño, cuentan con la complicidad pasiva de sus votantes, como ocurría en
la Alemania nazi de los años treinta.