A estas alturas de precampaña electoral es más que evidente que el PP
tiene un problema de relación con VOX. Su política respecto a la fuerza de
ultraderecha ha sido ambigua y vacilante, desde la sesión del Congreso en que
Pablo Casado marcó de forma hiriente las diferencias, hasta los momentos
actuales en que la posibilidad de gobernar en varias Comunidades Autónomas hace
que el partido del logo azul se plantee pactos de investidura, pactos de
gobernabilidad y alianzas parlamentarias.
Esa ambigüedad obedece a causas diversas: en primer lugar, el propio PP
tiene dos almas contrapuestas, la de una derecha moderada, que asume con
naturalidad, al menos en las declaraciones oficiales y no oficiales, los
presupuestos básicos en los que se asientan los derechos humanos más
elementales, incluidos los de sectores sociales muy específicos (léase
colectivos LGTBI, por ejemplo); y, por otro lado, el alma reaccionaria de un
sector que va ganando poco a poco efectivos, próximo a los postulados de VOX
por ideología o por conveniencia electoral y de toma de poder. Esa alma más
moderada va perdiendo terreno a ojos vista, como se ha podido comprobar en la rectificación
(verbal) de la candidata del PP a la Presidencia de la Junta de Extremadura.
Sus principios, declarados a los cuatro vientos en las jornadas posteriores al
28 de mayo, le impedían otorgar a VOX ni tan solo una Consejería, al tratarse
de un partido que no cree en la violencia machista, ni en el cambio climático,
ni en tantas otras evidencias cotidianas. Ahora sus intervenciones no demonizan
(Abascal dixit) al partido del logo verde y no descarta ella misma seguir
negociando hasta lograr un punto de acuerdo.
Es evidente que esas dos almas del PP están en lucha perpetua en un
cuerpo que se revuelve, pues ninguna halla acomodo total. El líder del partido,
entretanto, el señor Núñez, está ejerciendo de gallego de tal manera que no
sabe con qué alma quedarse, si bien es visible su giro hacia posiciones más
radicales conforme avanza la precampaña. Da la sensación de que, como suele
ocurrir en estos casos, las “viejas glorias” avalan la toma del poder a toda
costa: ahí tenemos la posición de Aznar y de Esperanza Aguirre, sin ir más
lejos. Pero parece más decisiva la influencia de la presidenta de la Comunidad
de Madrid. Su ascendencia dentro de las filas del partido, aún manejada con
discreción, es cada vez mayor. Y su línea ideológica, cercana al trumpismo más
populista, significa que todo vale para despachar de una vez al gobierno de
Pedro Sánchez.
Sin embargo, esta ambigüedad puede tener un efecto contrario a los
intereses del PP. El de desesperar a quienes detestan al presidente del
gobierno, si el partido no adopta pronto un criterio estable de pactos indiscriminados
con VOX en las CC. AA. Y el de debilitar aún más la posición y las expectativas
de triunfo de un Núñez que, caso de no vencer el 23 de julio, vería cuestionada
su predominancia momentánea en el partido.
En cualquier caso, el PP tiene otros problemas: ha desplegado durante
los cinco años que lleva en la desleal oposición una estrategia de acoso y
derribo al gobierno de Sánchez. Los insultos son quizá la parte menos
importante, aunque más efectista. Pero ha hecho un mal favor al sistema con su
obstinación en no renovar el CGPJ y, sobre todo, con el uso de artillería de
dirección equivocada contra el gobierno. Ni la pandemia, ni la crisis
subsiguiente, ni el alza de los precios de las energías y los bienes de consumo,
ni las consecuencias de la guerra de Ucrania han conseguido debilitar a un
gobierno que, bajo la presidencia de Pedro Sánchez, ha sabido crecerse en las
adversidades. Adversidades que, dicho sea de paso, han favorecido las políticas
sociales que están más cerca de los planteamientos de sus socios de gobierno
(Podemos) y han configurado un nuevo PSOE, más cercano a la socialdemocracia
efectiva que perfila y aplica políticas de justicia social. Es cierto que ese
nuevo PSOE ha cosechado enemigos y defecciones dentro de sus filas, pero no es
menos cierto que una gran parte de la población percibe un halo de esperanza en
esas políticas.
Las afrentas semanales del PP obedecen a una estrategia calculada de
desgaste en la que todo vale con tal sirva al resultado del desprestigio del
gobierno, personalizado ya con un término ad
hominem, el “sanchismo”. No solo el PP ha contribuido de manera eficaz a
ese desprestigio. Los errores del gobierno han sido amplificados por una
derecha mediática y atizados por una casta económica que, en líneas generales,
se encuentran más cómodas bajo gobiernos de derecha. Pero esas campañas se han
tejido frecuentemente con bulos y falsedades, en la más pura línea de
desinformación trumpista.
Una de las mayores incoherencias de la democracia es que permite que los
ataques más virulentos al sistema sean los que proceden de las estructuras
mismas que son partícipes y garantes de ese sistema. Cuando VOX y el alma más
reaccionaria del PP critican los derechos de los colectivos LGTBI, niegan la
violencia machista, abominan del cambio climático, expresan sus ideas racistas
y xenófobas, pugnan por derogar las leyes de memoria democrática o airean los
ritos más rancios de una España que algunos creíamos olvidada, no hacen sino
socavar los cimientos de la democracia y crear un mundo en el que la
“postverdad” y el populismo se acaban adueñando de la opinión pública y
cuestionando las reglas del sistema en su conjunto.
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