jueves, 30 de diciembre de 2010

Berlín, usar y reciclar

Ninguna ciudad como Berlín considera la conservación de las huellas de su pasado con tanta pasión. No hablo de la salvaguardia sistemática de los monumentos, las fachadas y los viales que las vicisitudes de la historia han legado a los tiempos actuales. Esa es una tarea a la que se aprestan cada día con más vigor ayuntamientos, intelectuales, urbanistas, arquitectos, historiadores del arte y hasta simples asociaciones de vecinos de todas partes de Europa. De ese modo convierten la faz urbana en un impresionante palimpsesto del que, paradójicamente, no querrían desear ninguna nueva mutación. Unos y otros pretenden fijar de modo eterno el aspecto de su ciudad. Con ese fin aspiran a relegar al casco histórico la esencia de lo que fue el pasado remoto y otorgarle una categoría casi inmutable de museo al aire libre, con pequeñas intervenciones para adecentar y facilitar los accesos, detener la degradación, construir focos de atracción para los turistas y estimular un desarrollo terciario uniforme dominado por las grandes marcas que suelen repartirse los centros históricos de la vieja Europa.
En Berlín esa tarea ímproba no es solo de conservación sino de reconstrucción. En este terreno su trabajo resulta más complejo porque la decisión de qué conservar o qué reconstruir no es siempre obvia. Evidentemente, las destrucciones de la Segunda Guerra Mundial facilitaron la elección. Los centros vitales del régimen nazi sufrieron los bombardeos más encarnizados de los ataques aéreos aliados. Los pocos de ellos que no resultaron destrozados por las bombas, como el edificio del Ministerio del Interior del Reich en la avenida Unter den Linden, se han dedicado a otras funciones. Aquí la conservación es en apariencia la decisión elemental, si no fuera porque la huella del pasado histórico nazi resulta aún tan ominosa que el debate, como casi todo en la Alemania reciente, adquiere ribetes morales de profundo calado. La destrucción fue casi tan intensa en la famosa Potsdamer Platz, la zona de moda en el Berlín cosmopolita de los años veinte, que los arquitectos estrella han convertido desde finales del siglo pasado en un escaparate de multinacionales denostado y concurrido a partes iguales.

En el otro extremo se halla la decisión contraria: derribar para construir/reconstruir. Al acabar la guerra, el antiguo Palacio Real de los Hohenzollern, residencia de los soberanos prusianos desde el siglo XVIII junto al Spree en el centro de la Isla de los Museos, había quedado tan dañado que las autoridades de la República Democrática Alemana decidieron su demolición en 1950 para construir sobre su solar el Palacio de la República, la sede del parlamento de la RDA, inaugurado en 1976. Tras la caída del muro se descubrió que el edificio albergaba grandes cantidades de amianto entre sus materiales constructivos, por lo que se comenzó su desmontaje en 2006. En la actualidad tan solo queda el terreno sobre el que está previsto construir el Fórum Humboldt, un espacio multifuncional que incluirá la reconstrucción parcial del Palacio Real y que se espera inaugurar en 2015. Esta fiebre destructora/reconstructora se podría explicar por la creencia típica en la tenacidad del pueblo alemán, puesta a prueba durante los años de la posguerra, pero en el fondo revela la profunda esquizofrenia de un país cuyas sucesivas autoridades, empeñadas en borrar las huellas más terribles de su historia reciente, no han dudado en destruir los restos del período inmediato anterior construyendo literalmente encima de él.
En el caso de la capital alemana la decisión de conservar, destruir, construir o reconstruir ha revestido siempre un significado político acompañado de fuerte polémica, debido a que se trataba en el fondo de renegar de la historia central del siglo XX, tanto del régimen nazi como del comunista. En 1957 se decidió mantener en pie lo que quedaba de la Iglesia Conmemorativa del Emperador Guillermo, en el arranque de la Ku’Damm, maltrecha por los bombardeos, en vez de reconstruirla. Si bien el edificio data de 1895, es decir, de la época imperial, el hecho de conservarlo como un resto arquitectónico que sobrevivió a la Segunda Guerra significa una primera toma de posición política favorable a un reconocimiento de las penalidades y secuelas de una confrontación causada por los propios alemanes de los años treinta. De hecho, las ruinas de la iglesia se convirtieron en el símbolo más reconocible de Berlín occidental durante los año
s de la guerra fría.
No muy diferente en su sentido político es el mantenimiento y la restauración de varios restos del muro de Berlín (1961-1989) diseminados a lo largo del trazado urbano como una cicatriz que no acaba de curarse. El muro es historia reciente, incluso viva para los que de diferentes modos lo sufrieron. Como en los ejemplos anteriores la decisión de conservar algunas partes fue polémica. Un sector del muro se está recuperando en la Bernauer Strasse, donde se inauguró un sitio conmemorativo en 1998.

De este modo Berlín se dibuja lentamente. Ha mudado tantas veces en poco tiempo su fisonomía que no sabe a qué carta quedarse. La elegante capital de Prusia se vio alterada por las construcciones de los nazis, aunque afortunadamente nunca se llegaron a concretar los planes megalómanos de Hitler y Speer. Las bombas aliadas barrieron barrios enteros y dejaron intactos algunos más. El régimen de la RDA modificó el aspecto de Berlín oriental en clara competencia con las transformaciones urbanísticas del occidental, pero en ambos casos el gusto arquitectónico fue poco ejemplar. La caída del muro propició la recuperación de espacios urbanos vacíos y la “occidentalización” del lado oriental. Hoy la Friedrichstrasse se convierte en el escaparate del capitalismo más accesible al ciudadano, el de los bancos, los hoteles de lujo y el comercio de primeras marcas y tiendas de moda junto a la estación de ferrocarril y su “Palacio de las lágrimas”, el lugar donde se despedía a los seres queridos del otro lado en plena época de la guerra fría; la Leipziger Strasse afila los remates de los edificios que ganan altura y modernidad conforme se aproximan a la Potsdamer Platz; los turistas se desparraman por el Nikolai Viertel y enseñorean la Isla de los Museos; y el Barrio del Gobierno alivia su desolación gracias a los barcos que surcan las aguas del Spree. Pero hay otro Berlín: el de la Oranienburgstrasse y sus teatros, el de las terrazas del Landwehrkanal en Kreuzberg y el de las plazas arboladas atiborradas de mercadillos y de jóvenes familias desayunando una mañana de domingo en Prenzlauer Berg.
Es difícil elegir el símbolo de una ciudad. En Berlín, ese honor se lo disputan el edificio del Reichstag y la Puerta de Brandenburgo, pero lo mismo podrían ser aún la Iglesia Conmemorativa del Emperador Guillermo o los 368 metros de la Torre de Televisión, la Fernsehturm de 1969. Para ser justos con la atormentada historia de la ciudad, ese símbolo debería ser una construcción menos visitada, pero con todas las voces vivas del pasado reciente resonando aún en su interior: el viejo aeropuerto de Tempelhof, motivo de orgullo de los nazis, escenario privilegiado del puente aéreo durante el bloqueo de la ciudad, convertido ahora en parque municipal bajo la mirada vigilante de la antigua terminal, donde los berlineses que no conocieron la guerra fría pasean sobre sus bicicletas la satisfacción de saberse los protagonistas de esta nueva oportunidad que la historia les ofrece.




martes, 21 de septiembre de 2010

ESPEJOS Y ESPALDAS

El baño de Venus es un tema tradicional de la mitología clásica, ya tratado por escultores como Praxiteles, aunque con variantes en su presentación formal y temática. El Renacimiento plantea la recuperación del desnudo femenino con el pretexto mitológico. Una prueba temprana es el lienzo de Giovanni Bellini titulado Joven mujer con espejo, fechado en 1515, que se halla en el Kunsthistorisches Museum de Viena. Resulta excepcional en su producción, centrada fundamentalmente en temas sagrados, sin embargo representa con suma elegancia la sensibilidad pictórica de la escuela veneciana.
Cabe pensar que el desnudo alude a la diosa Venus, si bien eso no consta explícitamente en el título de la obra. Las representaciones de la diosa de la belleza son numerosas desde el siglo XVI, sin olvidar el precedente de El nacimiento de Venus de Botticelli.

Tiziano, el gran pintor de la escuela veneciana, formuló más académicamente el tema del baño de la diosa, integrando en su representación los elementos que desde ese momento se van a convertir en característicos: el espejo, con una mayor presencia que en Bellini, los ropajes suntuosos y los amorcillos. Esta obra, de hacia 1555, fue, al parecer, pintada en varias ocasiones por Tiziano, pero sólo se conserva el lienzo de la Galería Nacional de Arte de Washington.

Existe una reedición posterior, realizada hacia 1611 por Rubens, el gran admirador de Tiziano, titulada Venus y Cupido, que se conserva en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. Pueden apreciarse sutiles diferencias entre las dos representaciones: la túnica blanca que cubre el seno izquierdo y el vientre de Venus; y la presencia de un solo amorcillo, que se identifica con Cupido, en la versión de Rubens. En ambos casos, como en Bellini, Venus aparece sentada.
Esa misma posición, pero con una interesante variación, es la que emplea el propio Rubens para pintar Venus ante el espejo, lienzo que data de 1613-1614 y que se conserva en Vaduz.

La novedad reside en que Venus aparece de espaldas, lo que permite a Rubens trazar un espléndido desnudo posterior, resaltado por una luz dorada que contrasta vivamente con la esclava negra de la parte superior derecha y con el propio velo transparente, apenas perceptible, que destaca, más que disimula, la anatomía rotunda de la diosa. El modelo supone una novedad compositiva y formal que tendrá gran desarrollo posterior, aunque desligado del tema mitológico.

Con La bañista de Valpinçon, Ingres enlaza conscientemente con la pintura clásica que tanto admiraba y cuyas influencias en su obra fueron criticadas severamente por sus detractores. Sin embargo, las referencias a la mitología han desaparecido. Su desnudo de espaldas resulta peculiar por los defectos formales, como en toda su pintura, pero tan erótico y sugestivo como el de Rubens, gracias a los efectos de luz difusa sobre la piel de la bañista. El tipo perdura en obras como las de Degas y Renoir, que representan a bañistas despojadas ya de toda referencia divina, al contrario, enormemente humanizadas. La mirada distraída de la bañista de Ingres se torna gesto enérgico en la imagen de la joven peinándose de Degas o en la de la muchacha que se seca el pecho de Renoir, si bien ambas presentan una pequeña variación en el leve giro del torso hacia la izquierda.


La estela moderna de este tema puede rastrearse hasta Max Pechstein y Dalí, que usa una vez más a Gala como modelo para lograr un desnudo que parece cerrar el ciclo clásico emprendido con la obra de Rubens, depurado de ornatos y objetos, sólo la sábana y el pasador rojo del pelo.













La otra variante compositiva es la de Venus de espaldas y recostada, una mezcla entre las representaciones clásicas de Giorgione (Venus dormida, Gemäldegalerie Dresden) y Tiziano (Venus de Urbino) y el modelo de espaldas del propio Rubens. Hacía falta un pintor genial como Velázquez para crear ese modelo. El sevillano da literalmente la vuelta a la diosa para ofrecer un cuerpo de formas rotundas. Ese giro resulta también espectacular desde el punto de vista del significado, sometido aún a interpretaciones diversas centradas en el imposible reflejo del rostro de la diosa en el espejo, en la vulgaridad de su aspecto y en la presencia resignada (Julián Gállego) de Cupido.

La influencia de Velázquez es prolongada y fácil de seguir. Un cuadro poco conocido de Boucher, Las cuatro estaciones. Verano presenta una reelaboración casi idéntica, con la diferencia del escorzo que el original del sevillano no posee.
Más evidente es la copia del modelo en el caso de Renoir, fascinado por la obra del pintor de Felipe IV.



La tipología tiene, en fin, una larga trayectoria en las etapas siguientes del arte moderno, como puede apreciarse en Van Gogh, Ramón Casas y Matisse, que con ligeras variaciones mantienen de manera evidente el formato velazqueño.




miércoles, 26 de mayo de 2010

Las meninas, en observación


El tema de Velázquez es siempre la instantaneidad de una escena. José Ortega y Gasset

El profesor de la UNED J. Izquierdo Antonio ganó el IV Premio de Ensayo CAJA MADRID en 2006 con un estudio sobre Las meninas de Velázquez que fue publicado ese mismo año por Ediciones Lengua de Trapo. El estudio, de poco más de 100 páginas sin contar apéndices, notas, extras ni bibliografía, plantea una hipótesis original y sorprendente. En síntesis, el profesor Izquierdo propone que la génesis del célebre cuadro se debe a una especie de broma palaciega, tal vez urdida por el propio rey Felipe IV, cuya víctima habría sido la infanta Margarita, el personaje central de la composición. En el desarrollo de sus argumentos, apoyados por abundantes citas de muchos de los más conspicuos estudiosos de la obra del pintor sevillano, muestra la posibilidad de que la infanta fuese la persona inocente que se ve sorprendida por el momento final de lo que llamamos ahora una broma de cámara oculta. Con la aquiescencia real Velázquez permanecería escondido tras un cortinaje en el que quizá se había practicado un agujero a través del cual y mediante una cámara oscura, de más que probable utilización por el pintor, dibujaba rápidos esbozos de la infanta y de algunos de los restantes personajes que aparecen en el lienzo. El motivo de la ocurrencia queda sin explicación, excepto la lógica de que la anécdota podría ser contada por el rey en persona a cada uno de los atónitos visitantes que serían recibidos por vez primera tras la travesura, habida cuenta de que el cuadro fue instalado definitivamente en la pieza del despacho de verano, la habitación más privada del monarca.
Toda la hipótesis genera una inmediata desconfianza y no parece sino un despropósito irreverente. Pero hay elementos que, considerados uno por uno, no dejan de generar enormes dudas en cuanto preguntamos por ellos. Por ejemplo: la colocación peculiar de los personajes, tan cerca del tabique medianero que dividía, tras las reformas emprendidas por el propio Velázquez en 1646, la habitación que servía de taller del pintor. Sin duda, se trata de un lugar especialmente incómodo para observar a los reyes, los supuestos protagonistas del lienzo que aparece en Las meninas, con una pared por medio. Por otra parte, con esa distribución de los personajes, resulta evidente que el ángulo de reflexión del espejo haría imposible la visión de los reyes, pues el propio Velázquez llega casi a interponerse entre el supuesto objeto pintado (los reyes) y el espejo del fondo de la sala.


Asimismo, teniendo en cuenta el ángulo de entrada de la luz del sol por los ventanales de la derecha, que ilumina de lleno a los supuestos espectadores del acontecimiento, es decir, a la infanta, las meninas, los enanos y el mastín, con casi 45º con respecto al plano del muro, queda descartado que el objeto de la intensa concentración que refleja el rostro del pintor fuese la presencia de los reyes como tema de su lienzo. Claramente los personajes retratados son los que “realmente” aparecen en el cuadro de Las meninas. Para pintarlos Velázquez debió de situarse frente a la puerta del fondo de la sala contigua, por donde asoma el aposentador de la reina, don José Nieto, a una distancia de los personajes retratados calculada en unos seis metros y medio, quizá ya en la habitación posterior, la llamada Torre Dorada. Esta evidencia lleva aparejada una serie de conclusiones encadenadas: el gran lienzo del lado izquierdo no es otro que el propio cuadro de Las meninas, y lo que el pintor representa es el modo en que se organizó su elaboración. Ahora bien, si Velázquez está ante él en actitud pensativa, debió de poner un “doble” en ese lugar mientras él hacía desde la posición señalada anteriormente los esbozos de los protagonistas. Esa afirmación parece certificada por los análisis de rayos X realizados en 1984 con ocasión de la restauración de la obra. En ellos se percibe la presencia de una figura diferente, de aspecto más joven, en el lugar que ocupa Velázquez en el lienzo. Sin duda la figura del pintor fue superpuesta a la de su “doble”, lo que parece corroborado por la indefinición espacial de la paleta, casi encima de la cabeza de la menina. De este modo tendríamos determinados el objeto del cuadro y la posición real del pintor.
Por otro lado, los personajes no parecen estar posando. De hecho, constituyen un grupo bastante heterogéneo e irregular ─compárese con la versión goyesca de un tema similar, La familia de Carlos IV, en la que los retratados están en pose. El aposentador, José Nieto, se sitúa en la escalera del fondo al tiempo que parece sujetar algo, tal vez una cortina o un espejo, como han sugerido otros. En este último caso, la luz reflejada contribuiría a aumentar sustancialmente la intensa claridad que se recorta en el marco de la puerta entreabierta. Nada se puede deducir de su lejanía excepto, con un poco de imaginación, una borrosa sonrisa de complicidad. La guardamujer, Marcela de Ulloa, gesticula en plena conversación con el guardadamas como si lo que acontece delante de ellos no le interesase… o como si no aconteciese nada. En la segunda posibilidad su comportamiento parece más explicable que en la primera, una grosería impensable en presencia de los reyes. Por su parte, el guardadamas mira de frente distraídamente como queriendo librarse de su apabullante verborrea. Nicolasito Pertusato, en uno de los gestos más espontáneos de la historia de la pintura, se dedica a molestar a puntapiés al manso mastín, que ya dejó atrás sus tiempos jóvenes de cazador al servicio del rey Felipe IV. Su distracción, tolerable en un niño, resulta explicable por aburrimiento tanto de lo que ocurre como de lo que no. La menina de la izquierda, María Agustina Sarmiento, permanece atenta a la infanta y le ofrece la jarrita con agua. Otros tres personajes, aparte quizá del “doble” de Velázquez, miran al lugar donde hemos concluido que se halla el pintor. Pero con una diferencia: Mari Bárbola lo hace directamente, en evidente postura de espera, más que de pose. Su actitud es la de una profesional contra el tedio de la corte, que entiende que el espectáculo que se va a desarrollar ante sus ojos supera con creces sus torpes interpretaciones. Mientras que la infanta gira los ojos a su derecha y la otra menina, Isabel de Velasco, desvía los ojos hacia su izquierda. Las dos parecen volverse hacia algo que acaba de reclamar su atención en ese preciso instante. La convergencia de sus miradas se produce en el lugar donde se halla Velázquez.

Hasta aquí, una descripción de lo que, en una lectura razonable, muestran los gestos y las miradas. La variada gama de comportamientos espontáneos de los personajes no sugiere que estén sirviendo conscientemente de modelos para un retrato colectivo. Cualquier pintor sensato ─y Velázquez lo era─ se habría rebelado contra semejante caos de actitudes. Reaparece en este punto de la argumentación la duda de si a quienes está realmente pintando el sevillano es a los reyes, pero esa perplejidad en apariencia irresoluble no modifica la evidencia de que lo que de verdad se ha retratado en Las meninas es un grupo de espectadores más bien impacientes y distraídos. Imposible tenerlos quietos. Toda la escena es una instantánea captada ágilmente por el ojo observador del pintor. Un segundo capturado en su retina o, tal vez, un resumen selectivo de algunas de las actitudes que suelen adoptar las gentes que esperan algo. Algo que se ha ocultado a su vista mientras Velázquez esbozaba con trazos maestros lo esencial de cada personaje, agazapado en una posición privilegiada, viendo sin ser visto, haciendo de mirón tras un cortinaje quizá reflejado en el espejo del fondo. Los asistentes están esperando una breve farsa, como el que se detiene ante un teatro de guiñol cuyo telón está a punto de descorrerse pero se demora un poco y ese retraso hace que la gente se ponga a hablar, beber o jugar con el perro. Con un matiz: ese algo ya acaba de acontecer y su efecto es lo que muestran las miradas sorprendidas y sesgadas de la infanta y de la menina Isabel de Velasco, que parece iniciar una inclinación de respeto. La sorpresa es tal vez doble: por un lado, la aparición inesperada de los reyes, y por otro, el descubrimiento de que los personajes del cuadro han sido espiados y dibujados por el pintor sin darse cuenta. Los reyes aparecen para desvelar el meollo de la broma en el momento culminante en que confluyen la impaciencia de los asistentes a una función que no comienza y la voz del artista diciendo: “¡ya está, ha sido suficiente!”. Su presencia indirecta en el cuadro mediante el recurso del espejo puede servir para certificar su calidad de autores y al mismo tiempo testigos de la ocurrencia. Esta última cualidad no es diferente de la que se atribuye a la presencia más que probable del pintor Jan van Eyck en el reflejo especular del célebre Matrimonio Arnolfini, tabla que entonces se hallaba en las colecciones reales y que sin duda Velázquez conocía muy bien.
El profesor J. Izquierdo completa su exposición con enjundiosas citas de los hábitos de entretenimiento de la corte de Felipe IV y el papel reservado en él a los bufones y enanos; de las incursiones del propio monarca en la preparación de actos festivos como el que se intuye en el cuadro; y de la más que probable autoría real de la broma. ¿Una divertida ocurrencia para alegrar las relaciones familiares? ¿O mejor, un regalo de los reyes a su hijita, que cumplía cinco años el 12 de julio de 1656? No es descabellado, teniendo en cuenta que la obra está fechada en ese año y que la luz del suroeste que entra por los ventanales es de una intensidad estival de media tarde. Sea como fuere, la hipótesis del principio se nos revela progresivamente más y más creíble conforme seguimos interrogando al cuadro. Por si no resulta del todo convincente, cabría mencionar aquí que se conserva en el Reino Unido un boceto atribuido a Velázquez ─si bien algunos lo creen una copia del siglo XVIII─ de idéntica composición que Las meninas, pero con los contornos más perfilados. Bien podría tratarse del boceto original que Velázquez trazaba con su cámara oscura detrás de la cortina que lo ocultaba a la mirada interrogadora de la infanta Margarita.

martes, 6 de abril de 2010

PAUL AUSTER en La invención de la soledad:
El Libro de la Memoria, volumen diez.
Cuando habla de la habitación, no quiere olvidar las ventanas que a veces se encuentran en ella. La habitación no es necesariamente una imagen de la conciencia hermética; él sabe que cuando un hombre o una mujer están de pie o sentados en una habitación, allí hay algo más que el silencio del pensamiento: el silencio de un cuerpo que lucha por transformar sus pensamientos en palabras. No intenta sugerir que todo lo que ocurre entre las cuatro paredes de la conciencia es sufrimiento, como se desprende de sus alusiones previas a Hölderlin y a Emily Dickinson. Piensa, por ejemplo, en las mujeres de Vermeer, solas en sus habitaciones, con la luz brillante del mundo real entrando a raudales por una ventana abierta o cerrada, y la absoluta inmovilidad de aquellas soledades, una evocación casi desgarradora de la vida cotidiana y de sus inconstancias domésticas. Piensa sobre todo en una
pintura que vio en el Rijksmuseum de Amsterdam, Mujer en azul, y cuya contemplación lo dejó absorto. Tal como escribió un crítico: «La carta, el mapa, el embarazo de la mujer, la silla vacía, la caja abierta y la ventana invisible son todos recordatorios o emblemas naturales de la ausencia, de lo invisible, de otros espíritus, otros anhelos, tiempos y lugares, del pasado y del futuro, del nacimiento y tal vez de la muerte; en resumen, de un mundo que se extiende más allá del marco del cuadro, y de horizontes más grandes y más amplios que abarcan la escena que aparece ante nuestros ojos e interfieren en ella. Y sin embargo Vermeer insiste en la plenitud y la independencia del momento presente, con tal convicción que su capacidad para orientar y contener cobra un valor metafísico».
Pero más que los objetos mencionados en esta lista, es la cualidad de la luz que penetra por la ventana invisible, a la izquierda del espectador, la que con tanto ímpetu lo induce a concentrar su atención en el exterior, en el mundo que está más allá del cuadro.
A. mira con fijeza el rostro de la mujer, y a medida que pasa el tiempo, casi le parece escuchar su voz leyendo la carta que tiene en la mano. Ella, tan preñada, tan tranquila en la inmanencia de su maternidad, lee la carta que sacó de la caja sin duda por centésima vez; y allí, colgando en la pared a su derecha, un mapa del mundo, el símbolo de todo lo que existe fuera de aquella habitación: aquella luz, una luz tan pálida que raya en el blanco, bañando con delicadeza su cara y brillando sobre su blusa azul, el vientre henchido de vida y el azul bañado en luminosidad. Para seguir con lo mismo: Mujer sirviendo leche. Mujer con balanza. El collar de perlas. Mujer joven ante la ventana con un jarro. Niña leyendo una carta ante la ventana abierta. «La plenitud e independencia del momento presente.»

jueves, 25 de marzo de 2010







El cuadro más bello del mundo, como escribió Marcel Proust, nunca se ve del mismo modo. El cielo cambiante, tras la tormenta, no lo permite. La arena húmeda del primer término se comprime bajo las pisadas silenciosas de esas dos mujeres que hablan en voz baja, como lo hace todo el cuadro. Acaban de salir de casa, inquietas porque la tormenta ha irrumpido insolente en sus rutinas cotidianas. Pero no pueden dejar de reconocerse y de saludarse. Hablan acerca de la tempestad, seguras ya de que los jirones de nubes que pululan sobre sus cabezas no alterarán su quehacer del día. La de la izquierda viste saya azul y camisa amarillo limón, los colores reconocibles de Vermeer. Delante de la barca, otro pequeño grupo de personas engarza su charla. Hay dos hombres y dos mujeres, una de las cuales porta un niño en sus brazos, detalle inusual en los cuadros del maestro holandés. No hay niños en sus lienzos, con excepción de un gordezuelo Cupido en el cuadro dentro del cuadro Dama de pie ante la espineta de la National Gallery de Londres; y de los dos niños que aparecen jugando en la acera en el cuadro de La calle de Delft del Rijksmuseum de Ámsterdam. Quizá esa presencia era demasiado chirriante en su casa llena de menudos como para incluirlos también en sus lienzos. Resulta chocante que en este otro único paisaje que pintó Vermeer los cuatro personajes permanezcan ajenos unos a otros: cosiendo la mujer del portal, inclinada la del fondo sobre el fregadero; y absortos en su juego invisible los dos pequeños, una chica y un chico, tal vez hermanos bien avenidos; mientras que en el paisaje de Delft casi podemos escuchar su conversación en susurros, pero conversación al fin y al cabo. La charla refuerza el sentido cívico de la escena: Delft, la ciudad de Vermeer, es su cielo y su esperanza, aunque inasible desde la orilla del río desde la que el pintor la ve. Un pintor católico, cargado de hijos, con una clientela inestable y una forma de trabajo lenta no era el mejor reclamo en una Holanda tan competitiva.
Vermeer nos lleva en sus cuadros desde la ciudad hasta la pared de la habitación. Toda su obra se condensa en dos paisajes y en unas mujeres sorprendidas en su intimidad, con unas pocas figuras masculinas de perfil o de espaldas. En la Vista de Delft nos muestra su ciudad, su entorno vital, en el que combina la precisión del reloj que marca las siete y diez de la mañana con las formas fluctuantes de las nubes que se disuelven y de los reflejos temblorosos de los edificios en el agua. Ese sol brillante que resurge tras la tormenta ilumina la parte posterior desde oriente, es el segundo restallido después del alba. Es una escena de verano, sin duda, cuando los cielos de Holanda descargan su humedad marina sobre las tierras; de otro modo, el reloj no podría señalar la hora que señala. El recorrido sigue por su calle, la que pintó desde el ventanal de su casa para espiar el trajín solitario de esas vecinas y de esos niños que juegan. Cuando decide volver su mirada al interior se encuentra con una mujer, con su mujer, leyendo una carta frente a la luz de la ventana delante de un mapa de Holanda que cuelga sobre la pared. Otra vez ve, al volverse, a una joven que sigue atenta las instrucciones de su maestro de música, cuyo rostro aparece reflejado en un espejo parcialmente oculto por la tapa de la caja del instrumento. La siguiente vez es un cuadro o un mapa de Europa. En raras ocasiones vemos la pared desnuda. Ni siquiera La lechera nos lo permite: hay un clavo incrustado en ese tabique de una casa sencilla, venida a menos, del que colgó alguna vez un cuadro. En ese caso, la cocinera no sería la criada, como piensa uno la primera vez que ve esa obra, sino el ama ocupándose ella misma de elaborar ese dulce que tan sabroso se nos antoja. En otros dos lienzos, solo el perfil rotundo de una mujer que lee y de otra (o acaso son la misma) que se prueba un collar evitan el fondo desnudo de la pared, pues ellas están en el lugar donde “deberían” estar el cuadro, el mapa o el espejo.
Vermeer sitúa a sus mujeres en su territorio históricamente favorito, la habitación de la casa de la que son dueñas indiscutibles; para hacerlo las llena de referencias, espaciales o morales. Las cortinas, los cuadros, los espejos son los testigos mudos de la vida de esas mujeres cuyo secreto no podemos arrancar por más que los interroguemos. No nos dirán nada cierto, tan solo obtendremos conjeturas. Sin embargo, Vermeer pintó dos retratos con fondo neutro. En ambos aparece una mujer joven, diferente en cada caso, con el rostro girado sobre su hombro izquierdo, contemplando directamente al espectador, que se ve sorprendido por esa mirada y deja de ser, por dos momentos en la obra del genio holandés, el mirón insaciable, el espectador privilegiado cuya simpatía ha querido buscar Vermeer a lo largo de toda su corta obra. Las dos jóvenes llevan una perla en su oreja izquierda, pero solo una ha dado título al cuadro, se ha hecho más célebre que la otra y se ha convertido en un símbolo moderno de cierta belleza femenina inasible e intemporal, de un erotismo apenas esbozado, que oculta más de lo que promete. Las dos mantienen una posición similar, que permite al pintor hacer un ejercicio de estilo brillante con los matices y las calidades de las telas que envuelven el hombro izquierdo de las muchachas. En ambas pinturas el fondo de pared, vestida o no, se desvanece por innecesario. Las dos jóvenes, en cambio, se convierten en mironas, la única esperanza para intentar entrar en ese mundo reservado a la historia de las personas que habitan en los cuadros. Solo viven de verdad en ellos y en nosotros cuando nos contemplan directamente a los ojos. Sentimos entonces que esa comunicación establecida a través de la mirada nos permitirá penetrar en su secreto. Ellas nos redimen de nuestro papel de mirón y nos convierten en interlocutores. De pasivos contempladores llegamos a ser elementos necesarios para el diálogo con el otro, lo que nos hace decididamente humanos. La paradoja de esa eternidad histórica que se nos plantea desde esas miradas constituye el secreto indescifrable de la vida.