miércoles, 26 de mayo de 2010

Las meninas, en observación


El tema de Velázquez es siempre la instantaneidad de una escena. José Ortega y Gasset

El profesor de la UNED J. Izquierdo Antonio ganó el IV Premio de Ensayo CAJA MADRID en 2006 con un estudio sobre Las meninas de Velázquez que fue publicado ese mismo año por Ediciones Lengua de Trapo. El estudio, de poco más de 100 páginas sin contar apéndices, notas, extras ni bibliografía, plantea una hipótesis original y sorprendente. En síntesis, el profesor Izquierdo propone que la génesis del célebre cuadro se debe a una especie de broma palaciega, tal vez urdida por el propio rey Felipe IV, cuya víctima habría sido la infanta Margarita, el personaje central de la composición. En el desarrollo de sus argumentos, apoyados por abundantes citas de muchos de los más conspicuos estudiosos de la obra del pintor sevillano, muestra la posibilidad de que la infanta fuese la persona inocente que se ve sorprendida por el momento final de lo que llamamos ahora una broma de cámara oculta. Con la aquiescencia real Velázquez permanecería escondido tras un cortinaje en el que quizá se había practicado un agujero a través del cual y mediante una cámara oscura, de más que probable utilización por el pintor, dibujaba rápidos esbozos de la infanta y de algunos de los restantes personajes que aparecen en el lienzo. El motivo de la ocurrencia queda sin explicación, excepto la lógica de que la anécdota podría ser contada por el rey en persona a cada uno de los atónitos visitantes que serían recibidos por vez primera tras la travesura, habida cuenta de que el cuadro fue instalado definitivamente en la pieza del despacho de verano, la habitación más privada del monarca.
Toda la hipótesis genera una inmediata desconfianza y no parece sino un despropósito irreverente. Pero hay elementos que, considerados uno por uno, no dejan de generar enormes dudas en cuanto preguntamos por ellos. Por ejemplo: la colocación peculiar de los personajes, tan cerca del tabique medianero que dividía, tras las reformas emprendidas por el propio Velázquez en 1646, la habitación que servía de taller del pintor. Sin duda, se trata de un lugar especialmente incómodo para observar a los reyes, los supuestos protagonistas del lienzo que aparece en Las meninas, con una pared por medio. Por otra parte, con esa distribución de los personajes, resulta evidente que el ángulo de reflexión del espejo haría imposible la visión de los reyes, pues el propio Velázquez llega casi a interponerse entre el supuesto objeto pintado (los reyes) y el espejo del fondo de la sala.


Asimismo, teniendo en cuenta el ángulo de entrada de la luz del sol por los ventanales de la derecha, que ilumina de lleno a los supuestos espectadores del acontecimiento, es decir, a la infanta, las meninas, los enanos y el mastín, con casi 45º con respecto al plano del muro, queda descartado que el objeto de la intensa concentración que refleja el rostro del pintor fuese la presencia de los reyes como tema de su lienzo. Claramente los personajes retratados son los que “realmente” aparecen en el cuadro de Las meninas. Para pintarlos Velázquez debió de situarse frente a la puerta del fondo de la sala contigua, por donde asoma el aposentador de la reina, don José Nieto, a una distancia de los personajes retratados calculada en unos seis metros y medio, quizá ya en la habitación posterior, la llamada Torre Dorada. Esta evidencia lleva aparejada una serie de conclusiones encadenadas: el gran lienzo del lado izquierdo no es otro que el propio cuadro de Las meninas, y lo que el pintor representa es el modo en que se organizó su elaboración. Ahora bien, si Velázquez está ante él en actitud pensativa, debió de poner un “doble” en ese lugar mientras él hacía desde la posición señalada anteriormente los esbozos de los protagonistas. Esa afirmación parece certificada por los análisis de rayos X realizados en 1984 con ocasión de la restauración de la obra. En ellos se percibe la presencia de una figura diferente, de aspecto más joven, en el lugar que ocupa Velázquez en el lienzo. Sin duda la figura del pintor fue superpuesta a la de su “doble”, lo que parece corroborado por la indefinición espacial de la paleta, casi encima de la cabeza de la menina. De este modo tendríamos determinados el objeto del cuadro y la posición real del pintor.
Por otro lado, los personajes no parecen estar posando. De hecho, constituyen un grupo bastante heterogéneo e irregular ─compárese con la versión goyesca de un tema similar, La familia de Carlos IV, en la que los retratados están en pose. El aposentador, José Nieto, se sitúa en la escalera del fondo al tiempo que parece sujetar algo, tal vez una cortina o un espejo, como han sugerido otros. En este último caso, la luz reflejada contribuiría a aumentar sustancialmente la intensa claridad que se recorta en el marco de la puerta entreabierta. Nada se puede deducir de su lejanía excepto, con un poco de imaginación, una borrosa sonrisa de complicidad. La guardamujer, Marcela de Ulloa, gesticula en plena conversación con el guardadamas como si lo que acontece delante de ellos no le interesase… o como si no aconteciese nada. En la segunda posibilidad su comportamiento parece más explicable que en la primera, una grosería impensable en presencia de los reyes. Por su parte, el guardadamas mira de frente distraídamente como queriendo librarse de su apabullante verborrea. Nicolasito Pertusato, en uno de los gestos más espontáneos de la historia de la pintura, se dedica a molestar a puntapiés al manso mastín, que ya dejó atrás sus tiempos jóvenes de cazador al servicio del rey Felipe IV. Su distracción, tolerable en un niño, resulta explicable por aburrimiento tanto de lo que ocurre como de lo que no. La menina de la izquierda, María Agustina Sarmiento, permanece atenta a la infanta y le ofrece la jarrita con agua. Otros tres personajes, aparte quizá del “doble” de Velázquez, miran al lugar donde hemos concluido que se halla el pintor. Pero con una diferencia: Mari Bárbola lo hace directamente, en evidente postura de espera, más que de pose. Su actitud es la de una profesional contra el tedio de la corte, que entiende que el espectáculo que se va a desarrollar ante sus ojos supera con creces sus torpes interpretaciones. Mientras que la infanta gira los ojos a su derecha y la otra menina, Isabel de Velasco, desvía los ojos hacia su izquierda. Las dos parecen volverse hacia algo que acaba de reclamar su atención en ese preciso instante. La convergencia de sus miradas se produce en el lugar donde se halla Velázquez.

Hasta aquí, una descripción de lo que, en una lectura razonable, muestran los gestos y las miradas. La variada gama de comportamientos espontáneos de los personajes no sugiere que estén sirviendo conscientemente de modelos para un retrato colectivo. Cualquier pintor sensato ─y Velázquez lo era─ se habría rebelado contra semejante caos de actitudes. Reaparece en este punto de la argumentación la duda de si a quienes está realmente pintando el sevillano es a los reyes, pero esa perplejidad en apariencia irresoluble no modifica la evidencia de que lo que de verdad se ha retratado en Las meninas es un grupo de espectadores más bien impacientes y distraídos. Imposible tenerlos quietos. Toda la escena es una instantánea captada ágilmente por el ojo observador del pintor. Un segundo capturado en su retina o, tal vez, un resumen selectivo de algunas de las actitudes que suelen adoptar las gentes que esperan algo. Algo que se ha ocultado a su vista mientras Velázquez esbozaba con trazos maestros lo esencial de cada personaje, agazapado en una posición privilegiada, viendo sin ser visto, haciendo de mirón tras un cortinaje quizá reflejado en el espejo del fondo. Los asistentes están esperando una breve farsa, como el que se detiene ante un teatro de guiñol cuyo telón está a punto de descorrerse pero se demora un poco y ese retraso hace que la gente se ponga a hablar, beber o jugar con el perro. Con un matiz: ese algo ya acaba de acontecer y su efecto es lo que muestran las miradas sorprendidas y sesgadas de la infanta y de la menina Isabel de Velasco, que parece iniciar una inclinación de respeto. La sorpresa es tal vez doble: por un lado, la aparición inesperada de los reyes, y por otro, el descubrimiento de que los personajes del cuadro han sido espiados y dibujados por el pintor sin darse cuenta. Los reyes aparecen para desvelar el meollo de la broma en el momento culminante en que confluyen la impaciencia de los asistentes a una función que no comienza y la voz del artista diciendo: “¡ya está, ha sido suficiente!”. Su presencia indirecta en el cuadro mediante el recurso del espejo puede servir para certificar su calidad de autores y al mismo tiempo testigos de la ocurrencia. Esta última cualidad no es diferente de la que se atribuye a la presencia más que probable del pintor Jan van Eyck en el reflejo especular del célebre Matrimonio Arnolfini, tabla que entonces se hallaba en las colecciones reales y que sin duda Velázquez conocía muy bien.
El profesor J. Izquierdo completa su exposición con enjundiosas citas de los hábitos de entretenimiento de la corte de Felipe IV y el papel reservado en él a los bufones y enanos; de las incursiones del propio monarca en la preparación de actos festivos como el que se intuye en el cuadro; y de la más que probable autoría real de la broma. ¿Una divertida ocurrencia para alegrar las relaciones familiares? ¿O mejor, un regalo de los reyes a su hijita, que cumplía cinco años el 12 de julio de 1656? No es descabellado, teniendo en cuenta que la obra está fechada en ese año y que la luz del suroeste que entra por los ventanales es de una intensidad estival de media tarde. Sea como fuere, la hipótesis del principio se nos revela progresivamente más y más creíble conforme seguimos interrogando al cuadro. Por si no resulta del todo convincente, cabría mencionar aquí que se conserva en el Reino Unido un boceto atribuido a Velázquez ─si bien algunos lo creen una copia del siglo XVIII─ de idéntica composición que Las meninas, pero con los contornos más perfilados. Bien podría tratarse del boceto original que Velázquez trazaba con su cámara oscura detrás de la cortina que lo ocultaba a la mirada interrogadora de la infanta Margarita.