martes, 6 de abril de 2010

PAUL AUSTER en La invención de la soledad:
El Libro de la Memoria, volumen diez.
Cuando habla de la habitación, no quiere olvidar las ventanas que a veces se encuentran en ella. La habitación no es necesariamente una imagen de la conciencia hermética; él sabe que cuando un hombre o una mujer están de pie o sentados en una habitación, allí hay algo más que el silencio del pensamiento: el silencio de un cuerpo que lucha por transformar sus pensamientos en palabras. No intenta sugerir que todo lo que ocurre entre las cuatro paredes de la conciencia es sufrimiento, como se desprende de sus alusiones previas a Hölderlin y a Emily Dickinson. Piensa, por ejemplo, en las mujeres de Vermeer, solas en sus habitaciones, con la luz brillante del mundo real entrando a raudales por una ventana abierta o cerrada, y la absoluta inmovilidad de aquellas soledades, una evocación casi desgarradora de la vida cotidiana y de sus inconstancias domésticas. Piensa sobre todo en una
pintura que vio en el Rijksmuseum de Amsterdam, Mujer en azul, y cuya contemplación lo dejó absorto. Tal como escribió un crítico: «La carta, el mapa, el embarazo de la mujer, la silla vacía, la caja abierta y la ventana invisible son todos recordatorios o emblemas naturales de la ausencia, de lo invisible, de otros espíritus, otros anhelos, tiempos y lugares, del pasado y del futuro, del nacimiento y tal vez de la muerte; en resumen, de un mundo que se extiende más allá del marco del cuadro, y de horizontes más grandes y más amplios que abarcan la escena que aparece ante nuestros ojos e interfieren en ella. Y sin embargo Vermeer insiste en la plenitud y la independencia del momento presente, con tal convicción que su capacidad para orientar y contener cobra un valor metafísico».
Pero más que los objetos mencionados en esta lista, es la cualidad de la luz que penetra por la ventana invisible, a la izquierda del espectador, la que con tanto ímpetu lo induce a concentrar su atención en el exterior, en el mundo que está más allá del cuadro.
A. mira con fijeza el rostro de la mujer, y a medida que pasa el tiempo, casi le parece escuchar su voz leyendo la carta que tiene en la mano. Ella, tan preñada, tan tranquila en la inmanencia de su maternidad, lee la carta que sacó de la caja sin duda por centésima vez; y allí, colgando en la pared a su derecha, un mapa del mundo, el símbolo de todo lo que existe fuera de aquella habitación: aquella luz, una luz tan pálida que raya en el blanco, bañando con delicadeza su cara y brillando sobre su blusa azul, el vientre henchido de vida y el azul bañado en luminosidad. Para seguir con lo mismo: Mujer sirviendo leche. Mujer con balanza. El collar de perlas. Mujer joven ante la ventana con un jarro. Niña leyendo una carta ante la ventana abierta. «La plenitud e independencia del momento presente.»