jueves, 25 de marzo de 2010







El cuadro más bello del mundo, como escribió Marcel Proust, nunca se ve del mismo modo. El cielo cambiante, tras la tormenta, no lo permite. La arena húmeda del primer término se comprime bajo las pisadas silenciosas de esas dos mujeres que hablan en voz baja, como lo hace todo el cuadro. Acaban de salir de casa, inquietas porque la tormenta ha irrumpido insolente en sus rutinas cotidianas. Pero no pueden dejar de reconocerse y de saludarse. Hablan acerca de la tempestad, seguras ya de que los jirones de nubes que pululan sobre sus cabezas no alterarán su quehacer del día. La de la izquierda viste saya azul y camisa amarillo limón, los colores reconocibles de Vermeer. Delante de la barca, otro pequeño grupo de personas engarza su charla. Hay dos hombres y dos mujeres, una de las cuales porta un niño en sus brazos, detalle inusual en los cuadros del maestro holandés. No hay niños en sus lienzos, con excepción de un gordezuelo Cupido en el cuadro dentro del cuadro Dama de pie ante la espineta de la National Gallery de Londres; y de los dos niños que aparecen jugando en la acera en el cuadro de La calle de Delft del Rijksmuseum de Ámsterdam. Quizá esa presencia era demasiado chirriante en su casa llena de menudos como para incluirlos también en sus lienzos. Resulta chocante que en este otro único paisaje que pintó Vermeer los cuatro personajes permanezcan ajenos unos a otros: cosiendo la mujer del portal, inclinada la del fondo sobre el fregadero; y absortos en su juego invisible los dos pequeños, una chica y un chico, tal vez hermanos bien avenidos; mientras que en el paisaje de Delft casi podemos escuchar su conversación en susurros, pero conversación al fin y al cabo. La charla refuerza el sentido cívico de la escena: Delft, la ciudad de Vermeer, es su cielo y su esperanza, aunque inasible desde la orilla del río desde la que el pintor la ve. Un pintor católico, cargado de hijos, con una clientela inestable y una forma de trabajo lenta no era el mejor reclamo en una Holanda tan competitiva.
Vermeer nos lleva en sus cuadros desde la ciudad hasta la pared de la habitación. Toda su obra se condensa en dos paisajes y en unas mujeres sorprendidas en su intimidad, con unas pocas figuras masculinas de perfil o de espaldas. En la Vista de Delft nos muestra su ciudad, su entorno vital, en el que combina la precisión del reloj que marca las siete y diez de la mañana con las formas fluctuantes de las nubes que se disuelven y de los reflejos temblorosos de los edificios en el agua. Ese sol brillante que resurge tras la tormenta ilumina la parte posterior desde oriente, es el segundo restallido después del alba. Es una escena de verano, sin duda, cuando los cielos de Holanda descargan su humedad marina sobre las tierras; de otro modo, el reloj no podría señalar la hora que señala. El recorrido sigue por su calle, la que pintó desde el ventanal de su casa para espiar el trajín solitario de esas vecinas y de esos niños que juegan. Cuando decide volver su mirada al interior se encuentra con una mujer, con su mujer, leyendo una carta frente a la luz de la ventana delante de un mapa de Holanda que cuelga sobre la pared. Otra vez ve, al volverse, a una joven que sigue atenta las instrucciones de su maestro de música, cuyo rostro aparece reflejado en un espejo parcialmente oculto por la tapa de la caja del instrumento. La siguiente vez es un cuadro o un mapa de Europa. En raras ocasiones vemos la pared desnuda. Ni siquiera La lechera nos lo permite: hay un clavo incrustado en ese tabique de una casa sencilla, venida a menos, del que colgó alguna vez un cuadro. En ese caso, la cocinera no sería la criada, como piensa uno la primera vez que ve esa obra, sino el ama ocupándose ella misma de elaborar ese dulce que tan sabroso se nos antoja. En otros dos lienzos, solo el perfil rotundo de una mujer que lee y de otra (o acaso son la misma) que se prueba un collar evitan el fondo desnudo de la pared, pues ellas están en el lugar donde “deberían” estar el cuadro, el mapa o el espejo.
Vermeer sitúa a sus mujeres en su territorio históricamente favorito, la habitación de la casa de la que son dueñas indiscutibles; para hacerlo las llena de referencias, espaciales o morales. Las cortinas, los cuadros, los espejos son los testigos mudos de la vida de esas mujeres cuyo secreto no podemos arrancar por más que los interroguemos. No nos dirán nada cierto, tan solo obtendremos conjeturas. Sin embargo, Vermeer pintó dos retratos con fondo neutro. En ambos aparece una mujer joven, diferente en cada caso, con el rostro girado sobre su hombro izquierdo, contemplando directamente al espectador, que se ve sorprendido por esa mirada y deja de ser, por dos momentos en la obra del genio holandés, el mirón insaciable, el espectador privilegiado cuya simpatía ha querido buscar Vermeer a lo largo de toda su corta obra. Las dos jóvenes llevan una perla en su oreja izquierda, pero solo una ha dado título al cuadro, se ha hecho más célebre que la otra y se ha convertido en un símbolo moderno de cierta belleza femenina inasible e intemporal, de un erotismo apenas esbozado, que oculta más de lo que promete. Las dos mantienen una posición similar, que permite al pintor hacer un ejercicio de estilo brillante con los matices y las calidades de las telas que envuelven el hombro izquierdo de las muchachas. En ambas pinturas el fondo de pared, vestida o no, se desvanece por innecesario. Las dos jóvenes, en cambio, se convierten en mironas, la única esperanza para intentar entrar en ese mundo reservado a la historia de las personas que habitan en los cuadros. Solo viven de verdad en ellos y en nosotros cuando nos contemplan directamente a los ojos. Sentimos entonces que esa comunicación establecida a través de la mirada nos permitirá penetrar en su secreto. Ellas nos redimen de nuestro papel de mirón y nos convierten en interlocutores. De pasivos contempladores llegamos a ser elementos necesarios para el diálogo con el otro, lo que nos hace decididamente humanos. La paradoja de esa eternidad histórica que se nos plantea desde esas miradas constituye el secreto indescifrable de la vida.