jueves, 30 de diciembre de 2010

Berlín, usar y reciclar

Ninguna ciudad como Berlín considera la conservación de las huellas de su pasado con tanta pasión. No hablo de la salvaguardia sistemática de los monumentos, las fachadas y los viales que las vicisitudes de la historia han legado a los tiempos actuales. Esa es una tarea a la que se aprestan cada día con más vigor ayuntamientos, intelectuales, urbanistas, arquitectos, historiadores del arte y hasta simples asociaciones de vecinos de todas partes de Europa. De ese modo convierten la faz urbana en un impresionante palimpsesto del que, paradójicamente, no querrían desear ninguna nueva mutación. Unos y otros pretenden fijar de modo eterno el aspecto de su ciudad. Con ese fin aspiran a relegar al casco histórico la esencia de lo que fue el pasado remoto y otorgarle una categoría casi inmutable de museo al aire libre, con pequeñas intervenciones para adecentar y facilitar los accesos, detener la degradación, construir focos de atracción para los turistas y estimular un desarrollo terciario uniforme dominado por las grandes marcas que suelen repartirse los centros históricos de la vieja Europa.
En Berlín esa tarea ímproba no es solo de conservación sino de reconstrucción. En este terreno su trabajo resulta más complejo porque la decisión de qué conservar o qué reconstruir no es siempre obvia. Evidentemente, las destrucciones de la Segunda Guerra Mundial facilitaron la elección. Los centros vitales del régimen nazi sufrieron los bombardeos más encarnizados de los ataques aéreos aliados. Los pocos de ellos que no resultaron destrozados por las bombas, como el edificio del Ministerio del Interior del Reich en la avenida Unter den Linden, se han dedicado a otras funciones. Aquí la conservación es en apariencia la decisión elemental, si no fuera porque la huella del pasado histórico nazi resulta aún tan ominosa que el debate, como casi todo en la Alemania reciente, adquiere ribetes morales de profundo calado. La destrucción fue casi tan intensa en la famosa Potsdamer Platz, la zona de moda en el Berlín cosmopolita de los años veinte, que los arquitectos estrella han convertido desde finales del siglo pasado en un escaparate de multinacionales denostado y concurrido a partes iguales.

En el otro extremo se halla la decisión contraria: derribar para construir/reconstruir. Al acabar la guerra, el antiguo Palacio Real de los Hohenzollern, residencia de los soberanos prusianos desde el siglo XVIII junto al Spree en el centro de la Isla de los Museos, había quedado tan dañado que las autoridades de la República Democrática Alemana decidieron su demolición en 1950 para construir sobre su solar el Palacio de la República, la sede del parlamento de la RDA, inaugurado en 1976. Tras la caída del muro se descubrió que el edificio albergaba grandes cantidades de amianto entre sus materiales constructivos, por lo que se comenzó su desmontaje en 2006. En la actualidad tan solo queda el terreno sobre el que está previsto construir el Fórum Humboldt, un espacio multifuncional que incluirá la reconstrucción parcial del Palacio Real y que se espera inaugurar en 2015. Esta fiebre destructora/reconstructora se podría explicar por la creencia típica en la tenacidad del pueblo alemán, puesta a prueba durante los años de la posguerra, pero en el fondo revela la profunda esquizofrenia de un país cuyas sucesivas autoridades, empeñadas en borrar las huellas más terribles de su historia reciente, no han dudado en destruir los restos del período inmediato anterior construyendo literalmente encima de él.
En el caso de la capital alemana la decisión de conservar, destruir, construir o reconstruir ha revestido siempre un significado político acompañado de fuerte polémica, debido a que se trataba en el fondo de renegar de la historia central del siglo XX, tanto del régimen nazi como del comunista. En 1957 se decidió mantener en pie lo que quedaba de la Iglesia Conmemorativa del Emperador Guillermo, en el arranque de la Ku’Damm, maltrecha por los bombardeos, en vez de reconstruirla. Si bien el edificio data de 1895, es decir, de la época imperial, el hecho de conservarlo como un resto arquitectónico que sobrevivió a la Segunda Guerra significa una primera toma de posición política favorable a un reconocimiento de las penalidades y secuelas de una confrontación causada por los propios alemanes de los años treinta. De hecho, las ruinas de la iglesia se convirtieron en el símbolo más reconocible de Berlín occidental durante los año
s de la guerra fría.
No muy diferente en su sentido político es el mantenimiento y la restauración de varios restos del muro de Berlín (1961-1989) diseminados a lo largo del trazado urbano como una cicatriz que no acaba de curarse. El muro es historia reciente, incluso viva para los que de diferentes modos lo sufrieron. Como en los ejemplos anteriores la decisión de conservar algunas partes fue polémica. Un sector del muro se está recuperando en la Bernauer Strasse, donde se inauguró un sitio conmemorativo en 1998.

De este modo Berlín se dibuja lentamente. Ha mudado tantas veces en poco tiempo su fisonomía que no sabe a qué carta quedarse. La elegante capital de Prusia se vio alterada por las construcciones de los nazis, aunque afortunadamente nunca se llegaron a concretar los planes megalómanos de Hitler y Speer. Las bombas aliadas barrieron barrios enteros y dejaron intactos algunos más. El régimen de la RDA modificó el aspecto de Berlín oriental en clara competencia con las transformaciones urbanísticas del occidental, pero en ambos casos el gusto arquitectónico fue poco ejemplar. La caída del muro propició la recuperación de espacios urbanos vacíos y la “occidentalización” del lado oriental. Hoy la Friedrichstrasse se convierte en el escaparate del capitalismo más accesible al ciudadano, el de los bancos, los hoteles de lujo y el comercio de primeras marcas y tiendas de moda junto a la estación de ferrocarril y su “Palacio de las lágrimas”, el lugar donde se despedía a los seres queridos del otro lado en plena época de la guerra fría; la Leipziger Strasse afila los remates de los edificios que ganan altura y modernidad conforme se aproximan a la Potsdamer Platz; los turistas se desparraman por el Nikolai Viertel y enseñorean la Isla de los Museos; y el Barrio del Gobierno alivia su desolación gracias a los barcos que surcan las aguas del Spree. Pero hay otro Berlín: el de la Oranienburgstrasse y sus teatros, el de las terrazas del Landwehrkanal en Kreuzberg y el de las plazas arboladas atiborradas de mercadillos y de jóvenes familias desayunando una mañana de domingo en Prenzlauer Berg.
Es difícil elegir el símbolo de una ciudad. En Berlín, ese honor se lo disputan el edificio del Reichstag y la Puerta de Brandenburgo, pero lo mismo podrían ser aún la Iglesia Conmemorativa del Emperador Guillermo o los 368 metros de la Torre de Televisión, la Fernsehturm de 1969. Para ser justos con la atormentada historia de la ciudad, ese símbolo debería ser una construcción menos visitada, pero con todas las voces vivas del pasado reciente resonando aún en su interior: el viejo aeropuerto de Tempelhof, motivo de orgullo de los nazis, escenario privilegiado del puente aéreo durante el bloqueo de la ciudad, convertido ahora en parque municipal bajo la mirada vigilante de la antigua terminal, donde los berlineses que no conocieron la guerra fría pasean sobre sus bicicletas la satisfacción de saberse los protagonistas de esta nueva oportunidad que la historia les ofrece.