jueves, 10 de agosto de 2017

La lucha por la desiguald


El historiador y editor Gonzalo Pontón publicó en septiembre de 2016 un amplio volumen titulado La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII. El libro, prologado por Josep Fontana, responde con exactitud enciclopédica al título enunciado. Y su tesis, defendida en sus páginas con rigor y vehemencia, es que el siglo XVIII supuso en la historia europea el momento crucial de aceleración de la desigualdad que hoy resulta característica del capitalismo de crisis en el que nos movemos. Enlaza con la idea clave de Pikety de que la desigualdad tiene una historia tan larga como el propio sistema capitalista, con momentos de reducción y otros de desarrollo. Para Gonzalo Pontón el siglo XVIII representa el inicio de esa expansión de la desigualdad de las clases sociales. Y se apresta a demostrarlo con una aportación apabullante de datos y cierta entrega iconoclasta que no rehúye polémicas con otros historiadores.
Para empezar, desmiente los propios conceptos de “revolución agrícola” y de “revolución industrial”. En el primer caso, afirma que los campesinos se vieron sistemáticamente expulsados de la tierra, en Francia por el feudalismo tardío, y en Gran Bretaña por el capitalismo incipiente de los cercamientos y el uso de utillaje moderno. En cuanto a la revolución industrial inglesa, sugiere que fue paulatina, sin despegue, contra las convenciones académicas aún predominantes. Resalta la intervención decisiva del estado británico a través de regulaciones y de aranceles, los más altos de Europa entonces. La industria británica se benefició de una enorme demanda de productos manufacturados, lo que llevó a sus fabricantes a optar por un modelo de economía de oferta que supuso la opción más depredadora para la especie humana, en un momento en el que el hambre y las grandes epidemias habían sido erradicadas. En suma, fue el comienzo de la explotación.
Pontón dedica un amplio apartado a dibujar los rasgos esenciales de esa explotación: mano de obra de mujeres y niños y salarios miserables. Buena parte de los inventos técnicos de la época se hicieron pensando en la mano de obra de los niños, que, junto con sus madres y hermanas, mantuvieron la vida de los pobres de Gran Bretaña. Algo parecido sucedió en España y Francia. De modo que la “fiebre consumista” fue protagonizada por las clases medias, que vieron crecer su poder adquisitivo mientras en Europa el número de pobres alcanzaba los cien millones.
El autor evidencia, en un ámbito más puramente político, que Inglaterra ganó casi todas las guerras del siglo XVIII gracias a la combinación de préstamos baratos e impuestos elevados y con el concurso de una tropa reclutada entre pobres, deudores, vagos y maleantes. Por supuesto, hubo protestas y motines contra ese criterio de recluta y contra los ricos. Protestas que, por razones diferentes, se venían dando también en Francia. La “grande peur” había empezado en realidad, sostiene Pontón, en el invierno de 1788, que fue el más frío del siglo; y se recrudeció en el corazón de Francia a partir de marzo de 1789. Por cierto que en ese mismo contexto contestatario sitúa el motín de Esquilache en España, protagonizado por comerciantes, trabajadores, artesanos, albañiles y criados. La represión posterior, decretada por el conde Aranda, supuso la detención de más de seis mil personas.
Gonzalo Pontón aborda con profusión los aspectos culturales de la Ilustración. Ninguna empresa de educación sistemática de los niños fue puesta en práctica por los gobernantes europeos, con la excepción quizá de Prusia y el imperio de Austria. En Inglaterra no hubo enseñanza elemental obligatoria hasta la Ley de Educación Elemental de ¡1870!
En cuanto a los más puramente ideológicos, su conclusión es rotunda: los filósofos ilustrados eran mayoritariamente aristócratas reaccionarios, adscritos al lado de la burguesía y contra las clases populares, a las que despreciaban. Consideraban peligrosa la igualdad política y social, aunque no la natural. Solo salva a Spinoza, como precursor, a Pierre Bayle y al barón d’Holbach.
En cuanto a los monarcas de Europa, niega el apelativo de ilustrados a todos ellos, sin excepción. Es especialmente crítico con Carlos III, lo que puede provocar más de un sarpullido entre algunos historiadores españoles del siglo XVIII, dada la oficial tendencia a considerarlo el más preclaro ejemplar de la dinastía reinante, después del actual, por supuesto.
De los ilustrados y políticos españoles apenas exonera a Jovellanos, Antonio Campmany y algunas cosas de las que emprendió Olavide. Despacha con dureza al marqués de la Ensenada, a Campomanes, a Floridablanca, al padre Feijoo y a Cadalso. Pero no es menos severo con Voltaire, Montesquieu o, sobre todo, Rousseau.
En su introducción Gonzalo Pontón anticipa las conclusiones a las que después llega. La burguesía se impuso en la segunda mitad del siglo a los estamentos feudales y transformó su potencial económico en potencial político. Pero esa misma burguesía emprendió a continuación una lucha por la desigualdad más duradera y más triunfal: “la que la enfrentó a las clases subalternas de las que se había escindido y que habían de ser, ahora, sus vasallos como antes lo habían sido de los señores feudales, pero con un cambio fundamental en los modos, en las formas y en el lenguaje: ahora los comunes serían libres para contratar su fuerza de trabajo con la nueva clase dirigente. Se iniciaba así un nuevo avatar del capitalismo, ahora como sistema social y forma de vida que excluía toda alternativa”.