viernes, 28 de diciembre de 2012

La destrucción de la democracia en España (3): la fábula del topo y el toro


Había una vez un alcalde de Madrid que quería ser ministro, pero como no le hacían caso sus compañeros de madri(d)guera se puso a llamar la atención cavando agujeros y galerías él solo; y así construyó túneles por toda la ciudad, hasta que se le empezaron a inundar. Con la tierra que sacaba de las excavaciones hacía montoncitos donde asentar los edificios de una ciudad olímpica que nunca fue. Pero a las inauguraciones de esos edificios, que después estaban medio vacíos, invitaba a los otros colegas de la madri(d)guera. Al final, de tanto insistir, pese a las inundaciones de los túneles y a las construcciones que no servían para nada, lo hicieron ministro. Debieron de pensar que era mejor que tenerlo socavando el suelo de la ciudad hasta que se hundiera. Claro que no lo nombraron ministro de Fomento, porque sabían que de ese modo seguiría haciendo túneles, campañas por Madrid 20 y (olím)pico y dando gasto a una ciudad que no se lo merecía. Así que dijeron: que sea ministro, es de Justicia.
El ministro tomó posesión, pero en realidad seguía siendo un topo. No podía evitarlo, demasiado tiempo socavando y siendo socavado. Y, la verdad, sus colegas no se equivocaron, pues, al final, ¿en qué se parece un topo a la Justica? En que, al ser los dos ciegos, no pueden verse, así que el ministro-topo no reconoce la Justicia y esta no puede ver cómo el ministro le está excavando una sima profunda donde se vaya a hacer gárgaras para siempre.
Una de las figuras mediáticas del gobierno es Alberto Ruiz. Su labor de acoso y derribo al sistema y al poder judicial casi hace pensar que el afán de llamar la atención era mayor de lo que la opinión pública y su propio partido suponían. Hasta es probable que sirva, en la perversa mente del presidente del gobierno, de pararrayos para hacer olvidar, siquiera momentáneamente, la desastrosa gestión del resto de miembros. Comenzó sacando de quicio a propios y extraños con su proyecto de reforma de la Ley del Aborto, que ha quedado de momento paralizada por las tensiones no resueltas que genera el tema dentro del propio PP, donde hay tirios y troyanos. Más tarde apoyó explícitamente al anterior presidente del CGPJ en su intención de no comparecer en el Congreso de los Diputados para dar cuenta de sus gastos de semana caribeña. Recientemente ha vuelto a soliviantar a los jueces, magistrados, fiscales y abogados con su polémica ley de tasas, que pretende ¿sufragar? la justicia gratuita. Semejante paradoja está en la línea de la desfachatez de algunos miembros del gobierno cuando niegan la evidencia más clamorosa: 2012 iba a ser el año de la esperanza para el empleo y la emigración de los jóvenes es impulso aventurero (Fátima Báñez). Pagar por la justicia es lo contrario de tenerla gratis. En lugar de modernizar e informatizar la gestión de la justicia, en vez de crear más juzgados y dotarlos de más personal y mejores instalaciones, el ministro-topo la restringe al punto de lujo para ociosos adinerados. Deja de ser un servicio público que garantiza un derecho fundamental recogido en la Constitución y pasa a convertirse en un privilegio para evasores fiscales, constructores de la burbuja inmobiliaria, ex directivos de bancos y de empresas quebradas, clanes mafiosos y estafadores nacidos a la sombra de la corrupción inherente al descontrol sobre la clientela de los partidos. Mientras que, por el otro lado, quienes quieran pleitear contra todos estos no lo tendrán fácil; y quienes simplemente anhelen justicia tendrán que ahorrar. La justicia como prebenda, el dinero como rasgo censal que segrega a los ciudadanos. Otro aspecto coherente de la “revolución” que está llevando a cabo el gobierno, que con certeza ha hecho suya la última frase del Topo: “Gobernar, a veces, es repartir dolor”. Pero está mal repartido ese dolor, siempre lo reciben los mismos. Gobernar es más bien repartir justicia, pero el Topo no la quiere ni repartir, prefiere subastarla.
También había una vez un ministro de Educación que en realidad quería ser toro bravo. Tanta era su obsesión que llegó a confundir el hemiciclo con un ruedo, los escaños con los tendidos y los diputados de la oposición con los picadores. Uno no sabe qué es lo que molesta más de este personaje, si su engreimiento insustancial o su torpeza inconsciente. Sin duda ha logrado ser el ministro estrella del gobierno. Muchos de los suyos ya no lo aguantan, pero resulta aún más increíble explicar el mecanismo que ha podido llevarlo a ser ministro de algo tan importante como la educación. El ministro Wert, como sociólogo que es, se ha leído los informes PISA para llegar a conclusiones preconcebidas, que deben ser puestas siempre en su contexto, cosa que el propio PISA hace mal. Así que ha decidido que en la enseñanza española hay mucho fracaso y mucho abandono escolar, lo que es parcialmente cierto; y que hay que mejorar resultados de las evaluaciones internacionales en ciencias, lengua y matemáticas. Esos tres son los únicos medidores de PISA. El ministro Wert parece ignorar que hay otros informes que ponen el acento de la calidad de un sistema educativo en el prestigio social del profesorado, entre otras cosas. También ignora que las diferencias entre comunidades autónomas son grandes y que algunas están por encima de los indicadores del PISA en cualquiera de esas disciplinas mencionadas.
Con ese pretexto pone en marcha una reforma que aumenta innecesariamente las horas de matemáticas, lengua y ciencias. El problema del correcto aprendizaje de la lengua no se soluciona con más de lo mismo. Hay poderosos factores educativos, sociológicos y mediáticos que dificultan un manejo adecuado del idioma. A cambio de ese aumento de horas comete errores tan burdos, ampliamente comprobados, como reponer la materia Tecnologías en 1º de ESO; y disminuye las de Educación plástica y las de Música. Son materias artísticas, que al ministro Wert parecen importarle muy poco (en el primer borrador de la LOMCE ya se eliminaba el Bachillerato de Artes, cosa que después se ha corregido), tan poco como considera en general el arte y la cultura, que también son responsabilidad de su departamento. Las principales instituciones culturales del país (Museo del Prado, Instituto Cervantes…), que son las que pueden abanderar esa estupidez de derechas que llaman la marca España, han quedado desfinanciadas.
Wert tiene un mérito, no obstante: que no tiene miramientos ni conoce la vergüenza propia ni ajena. Así que reconoce haber negociado el estatus de la enseñanza de religión católica en la LOMCE con la Conferencia Episcopal. También cree, y lo dice, que la Educación para la ciudadanía desaparece porque servía para adoctrinar. Pero no explica sus argumentos. Así que está concediendo que cualquier materia puede tener el mismo efecto. De hecho, la LOMCE elimina también la materia Ciencias para el mundo contemporáneo, quizá por la misma razón. La que de verdad adoctrina es la enseñanza de la religión, y para demostrarlo Wert le pone una alternativa que llamará Valores éticos y morales, lo que arruina el rigor de una materia como Educación ético-cívica que se imparte hasta el momento y que parece más necesaria que nunca en una sociedad cuyos dirigentes han optado por olvidarla. La ética aparece alejada de la corrupción, de la mentira, de la desigualdad, de la injusticia, de la venganza y del cinismo.
El ministro toro se ha liado la manta a los cuernos con los catalanes y su intención de españolizarlos. Eso se llama sectarismo: ataca el modelo lingüístico-educativo catalán, que tras décadas de aplicación ha logrado que los alumnos catalanes sean competentemente bilingües, con resultados aceptables en los dos idiomas. No parece cuestionar el gallego, ni el vasco. Así que Wert el iluminado parece convertido en un moderno inquisidor, que ya ha comenzado una caza de brujas inexistentes.
Los recortes en educación del ministerio presentan como necesario el cambio del modelo educativo, pero es tan falso como casi todo lo que sale de la boca del gobierno: Wert habría hecho esta “revolución” aun sin necesidad de recortes. Estos sirven de paraguas para lo mismo que están sirviendo en otros ámbitos, para hacer una reforma ultrarreaccionaria que predica sufrimiento para muchos a cambio de la futura felicidad, mientras servicios esenciales son puestos a la venta, mientras en ese cambio de manos la corrupción sigue haciendo negocio, mientras se destruye la educación, la investigación, la ciencia  y la cultura del país.

sábado, 22 de diciembre de 2012

La destrucción de la democracia en España (2): el Estado cesante


En unos pocos meses Hitler liquidó el sistema político de la República de Weimar y organizó una dictadura personal en Alemania desde 1933. Es cierto que la democracia del régimen salido del colapso posterior a la Gran Guerra dejaba mucho que desear, pero no lo es menos que sus fundamentos políticos fueron socavados por un partido nazi que ganaba y ganaba votantes tras cada consulta electoral. Los nazis se aprovecharon de una situación económica extremadamente crítica para el país como consecuencia de los efectos de la depresión llegada, entonces como ahora, de Estados Unidos. Hitler hablaba de “revolución nacional” para referirse a los cambios ideológicos que él esperaba integrar en la vida cotidiana de los alemanes.
Buscar paralelismos sirve a veces para aguzar la mirada analítica sobre comportamientos que acaban configurando los grandes acontecimientos que modifican la política de un país. El PP ganó las elecciones por el desprestigio de una política errática y poco eficiente ante la crisis llevada por el gobierno socialista de José Luis Rodríguez. Desde entonces es evidente que se ha dedicado a alterar considerablemente los fundamentos políticos, legales y jurídicos que sustentan el llamado Estado del bienestar. Nadie del partido gobernante emplea la palabra “revolución”, pero eso es lo que está ocurriendo si concedemos al término un sentido amplio pero ideológicamente coherente de cambio profundo. Ahora bien, esa supuesta revolución es una tapadera para un empeño más desaprensivo: en tiempo de crisis salvemos los muebles, los propios, se entiende. Vayamos por partes:
El PP está desprestigiando al legislativo con las reiteradas incomparecencias del presidente, con su hurto sistemático de las explicaciones debidas y de las decisiones que son competencia de las Cortes. El absentismo presidencial subvierte el sistema democrático al esquivar uno de sus pilares básicos: el control del ejecutivo, la obligación de dar explicaciones, la conveniencia de la discusión de las propuestas y de los argumentos, en suma, la esencia de la democracia como ejercicio responsable y público del poder en nombre de la soberanía nacional. Ni siquiera siente la necesidad del disimulo. El abuso del Real Decreto-Ley marca un antes y un después en la transgresión de las formas parlamentarias. Tampoco hubo debate sobre el estado de la nación porque se consideró poco oportuno. ¿Para quién? Se trata de ahorrar quebraderos de cabeza al Presidente.
¡Y qué decir del ejecutivo! Las reuniones de consejeros autonómicos del mismo signo político preparan las decisiones más impopulares de educación y sanidad. Los ataques a la educación pública comenzaron en una Comunidad, la de Madrid, cuya anterior Presidenta se empleó a fondo en la descalificación de los profesores. La sanidad ha sufrido recortes en la subvención de los medicamentos con argumentos tan “populares” como el del recurso a los “remedios naturales” que mencionaba la ministra Ana Mato. La atención sanitaria a los inmigrantes sin papeles se ha convertido en otro de los puntos calientes de las decisiones vergonzosamente segregadoras y excluyentes que tanto parecen agradar a este gobierno. Los recortes a la industria del cine son una venganza contra un gremio, el de los actores, que siempre ha sido muy crítico con los gobiernos del PP (recordemos el sonoro “No a la guerra” de una edición de los premios Goya). Pero la cultura en general está bajo sospecha y sufre las consecuencias de sus declaraciones y sus posiciones ideológicas. Solo un ministro tan obtuso como el titular de esa cartera tan grande acapara el dudoso honor de ser el promotor de una de las involuciones más reaccionarias de lo que llevamos de siglo. Los pretextos (fracaso y abandono escolar, malos resultados en las PISA) parecen poco convincentes cuando se está promoviendo trasvase de recursos y financiación a la privada y se toma partido por los dictados más conservadores de la Conferencia Episcopal.
Tampoco el judicial escapa a la demolición antidemocrática que está ejecutando el PP: la reforma polémica de la ley del aborto, el acoso y derribo de Baltasar Garzón, las tasas judiciales, que convierten el acceso al sistema judicial en un lujo, otro más, de carácter disuasorio para unas clases sociales cada vez más empobrecidas. Igualmente grave resulta la intención de criminalizar a la sociedad civil por el hecho de manifestarse. Aquí los meritorios no se andan con medias tintas: la delegada del gobierno en la Comunidad de Madrid es un buen exponente con su propuesta de modulación. Se estrecha el cerco sobre las libertades, se criminaliza al que protesta, al manifestante, al que discrepa públicamente, al que contacta a través de las redes sociales y las nuevas tecnologías para proponer o afirmar algo que no sea asumible por el sistema de ¿valores? del gobierno. La política ha abandonado la tradicional nobleza de presupuestos y de objetivos que fue desde finales del siglo XVIII para convertirse en una tediosa actividad de autojustificación, de defensa y protección de los propios políticos, de lanzamiento de anatemas y amenazas contra los que no piensan igual.
La lista de atropellos sería muy larga. Pero lo más preocupante es la mezcla de iluminación ideológica y de revanchismo de muchas de las medidas adoptadas, que no se justifican por la presión de las reformas impuestas desde Bruselas. Los inmigrantes, los dependientes, los desahuciados, la clase trabajadora, los servicios públicos de sanidad, educación, investigación y justicia son las víctimas favoritas. La consigna es eliminar prestaciones o privatizarlas, sin cálculos ni estudios previos de rentabilidad económica ni social, sin el más mínimo análisis de las consecuencias a largo plazo, sobre las que autorizados organismos internacionales empiezan ya a alertar. Esta inhibición del Estado en sus funciones más perentorias ya está teniendo resultados dramáticos y ha acentuado una fractura insalvable entre dos categorías de ciudadanos que ya estaban empezando a diferenciarse a causa de la crisis: los que apenas la perciben y todos los demás. En la primera categoría se sitúan los banqueros, los defraudadores amnistiados, los empresarios, buen parte de los políticos y de los altos cargos de las Administraciones. Todos ellos mantienen su cuota de poder económico que los vincula con esa “clase política extractiva” que señalaba César Molinas en su artículo de septiembre publicado en EL PAÍS. Esa extracción se ha generado y se sigue generando, a veces de forma delictiva a través de numerosos casos de corrupción que siguen aflorando casi cada mes. Una extensa nómina de “conseguidores” bien relacionados con el poder político está saqueando el país para beneficio de unos pocos. Esos pocos pertenecen a la “clase política”, culpable de la crisis, que ahora debe mantenerse a flote en plena depresión y devolver favores a quienes se los han procurado durante los años de la gran especulación. De modo que se pone en venta el sistema de salud pública y la educación pública, se inyecta efectivo europeo a los otros grandes culpables, los bancos; se amnistía a los defraudadores, se sangra al funcionario y al ciudadano con impuestos más elevados, se le aumentan las tarifas eléctricas y los peajes y se le hace pagar por servicios elementales como la sanidad y la justicia.
La concentración de la riqueza en manos de unos pocos ya fue prevista por Marx, aunque no del mismo modo en que se está produciendo. No es la burguesía, un concepto social desfasado y ambiguo, sino una parte del conglomerado de políticos, banqueros, empresarios y gestores de operaciones especulativas. Ellos ganan y el resto pierde: paro, desatención sanitaria, negación de la tutela judicial, desahucios. Los principios elementales de la política como servicio a la ciudadanía están conculcados: no parece crearle dudas al gobierno acerca de su permanente violación de los fundamentos constitucionales el que haya cada vez más gente sin trabajo, sin casa, sin derechos, sin protección frente a la opresión.
El daño parece ya irreparable para muchas generaciones, y aún no ha terminado.

domingo, 2 de diciembre de 2012

La destrucción de la democracia en España (1): Palabra de diputada



 La historia nunca se repite. Los libros nos enseñan que la anterior gran crisis del sistema económico se palió gracias a la voluntad política decidida de la administración del presidente Roosevelt. El New Deal transformó profundamente la sociedad estadounidense. El país cobró conciencia de la cruda realidad a la que se enfrentaba, pero recuperó la esperanza en las elecciones de 1932. El electorado, que siempre acierta, barrió la opción del candidato Hoover, que no había hecho nada para hacer frente a la crisis y que no prometía nada, excepto críticas a su oponente, en la campaña electoral.
 Pero Roosevelt fue reelegido, como sabe cualquier estudiante de historia contemporánea, hasta tres veces más. Pese a las críticas que muchos historiadores estadounidenses vierten aún sobre el New Deal, hubo sin duda efectos positivos, quizá el más claro de ellos el de la recuperación del optimismo y la fe en el gobierno. Roosevelt se acercó todo lo que pudo a sus conciudadanos. Las charlas junto a la radio suponían una forma de contacto cercano que inspiraba confianza. Los actos oficiales de inauguraciones o conmemoraciones nos reflejan en las fotos y documentales de la época la imagen de un presidente próximo al pueblo. Más allá de los postulados keynesianos, que hoy cobran polémica actualidad, los habitantes de aquel país sintieron que con la ayuda de su gobierno y con su propio esfuerzo podrían salir del abismo. De hecho, muchos conseguían empleo y el paro disminuía lentamente.
 Cualquier parecido con la situación actual es pura coincidencia. Los gobernantes se alejan del pueblo porque no tienen nada que ofrecerle excepto más paro y más desilusión. La venta de semejante producto resulta problemática y solo los políticos sin escrúpulos están dispuestos a intentarla a toda costa. Resulta patético ver cómo han mutado los rostros sonrientes de la noche electoral del 20 de noviembre de 2011. El presidente ya apenas sonríe, lo mismo que la vicepresidenta. Otros no han sonreído nunca, es cierto, pero es evidente que ahora son menos capaces aún de hacerlo. Y quizá habría que tenerles lástima si no fuese porque nos damos más nosotros mismos, los ciudadanos de a pie. Sin embargo, están consiguiendo el efecto contrario, el darnos rabia. La política de eufemismos se reviste de un cinismo incomparable. Un nuevo lenguaje se ha desarrollado en las cavernas de esa conspiración perpetua contra el pueblo en que se ha convertido este gobierno insufrible, clandestino, sectario e incompetente. Cualquier término que no sea el de recortes vale para los ministros: ajustes, reajustes, regularización, redistribución, racionalización. A la inversión la llaman gasto y a este, despilfarro. Frases ofensivas sobre que determinados servicios los deben pagar los usuarios, que el rato del café debe ser suprimido, que las prestaciones sociales más perentorias no son para todos. Estos globos sonda perfilan la política de barra de bar del actual gobierno. Hay un elemento añadido: la impunidad con la que algún dirigente de relumbrón del partido gobernante dice su parte del guion. Muchos recuerdan la castiza “manda huevos” del entonces Presidente del Congreso, Federico Trillo. O la parecida del Ministro de Agricultura (entonces y ahora): “El trasvase lo haremos por huevos”. Al exceso de testosterona se añade más recientemente el célebre “que se jodan” de la diputada Fabra, que la sitúa al nivel de macho de sus ilustres predecesores en el verbo hiriente y espontáneo. Hablando de testículos, se hizo famoso hace unos meses el “si ten collons” del Presidente de la Junta de Extremadura, Monago, dirigido al Presidente de la Generalitat de Cataluña. Al apreciable error léxico  quizá se suma la grosería del tuteo (no sabemos si quería decir “si tens collons” o se refería a una tercera persona: “si té collons”), pero consiguió que todo el mundo en Cataluña lo entendiese a pesar de su pronunciación defectuosa. El insulto es recurso más fácil y menos imaginativo: el “hijoputa” de Aguirre a Gallardón la puso al nivel de la marquesa de barrio que es, un personaje novelesco del diecinueve. El de “pijo ácrata” dedicado al juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz se podría aplicar a muchos chusqueros clientelares del partido del gobierno, con la diferencia de que la acracia en este caso no procede de una cierta ideología sino de la prepotencia que otorga al escalafón de los meritorios haber ascendido a un puesto de la Administración o de las finanzas especulativas: Dívar era pijo por su estilo de vida y ácrata por no reconocer ni la suprema autoridad que su cargo implicaba. La directora de la CAM vivía como una marquesa y quería compensaciones económicas, como Dívar. Lo antepenúltimo hasta ahora roza lo delictivo: “las leyes, como las mujeres, están para violarlas”. Sin comentarios.
 La conclusión fácil es que la derecha es mal hablada y soberbia. Pero sus gestos incontrolados revelan en realidad una dinámica de tremenda incuria que le ha sido históricamente característica. En el llamado, antes de la corrección política de los libros de texto, “Bienio negro” de 1934-1936 se dedicó a deshacer punto por punto la política de reformas emprendida por el gobierno de Manuel Azaña. Su programa no era propio, sino definido por lo opuesto al del rival. Al menos entonces no mentían: proponían mucho de lo que hicieron cuando alcanzaron el gobierno. Ochenta años más tarde no queda ni esa pequeña coherencia. El gobierno del PP está haciendo lo contrario también… de lo que proponía su propio programa político. Este fraude a la ciudadanía deslegitima no a toda la clase política sino exclusivamente a los protagonistas de la estafa. Si se tratase solo de una incongruencia explicable por la falsedad de los dirigentes del partido o por las circunstancias de la economía estaríamos atisbando apenas un principio de explicación. La impresión es más inquietante: no saben qué hacer (frase favorita: haremos lo que haya que hacer, que no sabemos si demuestra más voluntad tozuda que incompetencia), pero deben aparentarlo porque, además de otros teóricos beneficios (dar seguridad a los mercados, a la UE y al BCE), esa oscuridad justifica cualquier tropelía. La revolución ultraconservadora y reaccionaria que está sufriendo el país halla amparo en la frase de marras: es decir, todo lo que hagamos vale, porque nadie sabe mejor que nosotros lo que hay que hacer. Así la política deviene un arcano para iniciados, porque el pueblo es ignorante. El desprecio fundamental que supone ese modo de argumentar, explícito en la actuación diaria e implícito en el “que se jodan” de la diputada de apellido imputado, supone la mayor violación de las reglas del sistema democrático, pero no la única.
 Los ciudadanos a duras penas comprendemos las cosas: solo vemos que se sanciona de por vida a un juez, que los obispos vuelven a abrir la boca para decir sandeces, que los banqueros corruptos se retiran con indemnizaciones millonarias, que los que no se retiran se aumentan los sueldos millonarios, que Madrid y Valencia han sido dos feudos cuya clientela ha costado también millones que se quedaban parcialmente en las arcas del partido que gobierna, que los voceros más inanes medran en el barro catódico. No mejora el panorama el equipo del presidente: machismo, mentira, descoordinación, sumisión a Berlín, Bruselas o el Vaticano. Unos amenazan nada veladamente con la intervención en las cuentas autonómicas de las Comunidades que son de otro color político, cuando no han intervenido en sus territorios fieles por aquello de los votos. Otras apuntan con el dedo al anterior gobierno sin darse cuenta de que los tiempos vuelan y ese recurso fácil en otras épocas ahora se vuelve contra ellos. Otros proceden de los lugares señalados como sospechosos de haber encendido el foco primitivo de la crisis.
 Este gobierno pasará a la historia universal de la infamia y los libros de historia del futuro solo le dedicarán un párrafo para resaltar la miseria moral de algunos de sus ministros, la estupidez como guía de sus acciones políticas y el fracaso más estrepitoso de la democracia española. Su obsesión de castigo es arbitraria y gratuita, y no logra disimular la ideología reaccionaria que esconde. Se presenta como cambios necesarios y eficaces lo que no es más que pobreza de miras, revanchismo antisocial y patriotismo barato.
 Gobernar contra los ciudadanos, esa parece ser la consigna. Como escribía Antonio Elorza hace unos meses en El País: ¿para qué seguir protegiendo a las clases menos productivas?
  

jueves, 19 de enero de 2012

SOBRE CULPAS Y TUMBAS

   En el verano de 2011 un libro de historia voluminoso como El holocausto español, del eminente hispanista británico Paul Preston, se situaba durante varias semanas en los primeros lugares de ventas de obras de no ficción en España. El fenómeno no parece tan llamativo si tenemos en cuenta que Paul Preston es un reconocido investigador del pasado reciente de nuestro país, especializado en la guerra de 1936-1939, la época del franquismo y la vida del dictador, que goza de una sólida reputación y que se benefició de un lanzamiento editorial tan bien calculado como el de esta obra, publicada en vísperas del Día del Libro, un hecho por otra parte nada raro para este historiador, invitado ocasional de las casetas de las calles barcelonesas el día 23 de abril.
   En su obra Paul Preston justifica el uso del término “holocausto” para definir la represión de los dos bandos enfrentados durante los años de la guerra y del bando vencedor durante una larga posguerra que alcanza de modo sistemático al menos hasta 1951. No parece discutible su argumentación, ni siquiera por la parte meramente léxica, pues el diccionario de la RAE define el término en su segunda acepción como “gran matanza de seres humanos”. Preston ha consultado una ingente documentación de archivos y fuentes primarias, así como las publicaciones más recientes de los numerosos historiadores españoles que se están dedicando a investigar los perfiles y los números aproximados de la represión. Con precisión quirúrgica y una forzada equidistancia de los dos bandos consigue describir el cúmulo de atrocidades que llevó, según sus cuentas, a la muerte a más de 180.000 personas entre 1939 y 1950, al margen de las víctimas causadas por las acciones de combate. No rehúye ningún asunto polémico y son particularmente interesantes sus análisis sobre los asesinatos perpetrados por el bando sublevado en la región más castigada, Andalucía, atizados por la vesania enfermiza de Queipo de Llano y la sed de venganza de los terratenientes; la matanza de la plaza de toros de Badajoz; la represión incontrolada de Falange Española sobre los “rojos” en la provincia de Valladolid; el espinoso asunto de Paracuellos, con un intento quizá no del todo logrado de definir la responsabilidad de Santiago Carrillo; la culpabilidad del general Franco en el bombardeo de Guernica; o la participación de los servicios secretos soviéticos en la liquidación del núcleo dirigente del POUM.
   Varios apéndices finales representan gráficamente los datos de la represión. Una reelaboración a partir de esos números permite comprender la magnitud del “holocausto”.


   No es este el lugar adecuado para comentar la evidencia de la tragedia, si acaso para plantearse una vez más la pregunta de qué razones explican la ferocidad atávica del crimen espontáneo o sistemático, caprichoso o justificado por los verdugos, ritual o vengativo. Y después, ¿por qué la represión continuó por parte del bando vencedor sobre el derrotado durante tantos años? Con ambos episodios hay equivalencias contemporáneas: la represión brutal del régimen de terror de Stalin contra los opositores de todo tipo en la Unión Soviética de los años treinta; las matanzas japonesas en China y la represión nazi contra los judíos de los años treinta y comienzo de los cuarenta. Se podrá argumentar que Stalin cifró la supervivencia de la URSS en la liquidación de los enemigos, que los crímenes de Nankín tenían una componente racista y que Hitler quiso apartar al pueblo judío del resto de la comunidad alemana, pero estas obviedades no se diferencian de la “cirugía” ideológica que pretendió el régimen de Franco. En los cuatro casos estamos hablando del más terrible invento del siglo XX, el genocidio de millones de personas que fueron consideradas por los gobernantes respectivos como seres ajenos al resto de la nación.
   Sin embargo, mientras Alemania perdía la guerra, Stalin y Franco sobrevivían con una impunidad que les dejaba las manos libres para seguir aplicando a su antojo los mecanismos de depuración del cuerpo social de sus países. Al menos la derrota alemana sirvió para asumir la culpa, aunque fuera solo en forma de borrón y cuenta nueva. La desnazificación establecida por las fuerzas aliadas de ocupación y la inmediata división del territorio a causa de la Guerra Fría cauterizaron el dolor de la derrota y facilitaron la redención de una culpa que nunca había sido del todo asumida por los alemanes. En el caso de Japón, la brutalidad del final de la guerra pareció un castigo inmerecido que ha distorsionado la introspección y el examen de conciencia. Esa consideración dificultó la asunción de la culpa por los japoneses de la posguerra. Tampoco ayudó la tutela que Estados Unidos ejerció inmediatamente sobre el enemigo de la víspera. Ian Buruma en El precio de la culpa lo expone a la perfección: “A los japoneses se les animó a hacerse ricos […]. El Estado siguió dirigido prácticamente por la misma burocracia que había gobernado el Imperio japonés, y el sistema electoral se organizó de tal manera que el mismo partido conservador corrupto pudo permanecer en el poder durante casi cuarenta años. Ese arreglo […] contribuyó a silenciar el debate público e impidió que los japoneses crecieran políticamente”.
   En la URSS la desestalinización emprendida por Jruschov a comienzo de los años sesenta fue una débil operación de limpieza del horror del período del “hombre de acero”. El oscurantismo de la gerontocracia soviética, justificado parcialmente por la estrategia de la Guerra Fría, ha perdurado en el régimen actual de Putin y sus secuaces. No se ve el camino para que la culpa sea asumida y liberada por el pueblo ruso y sus dirigentes actuales. Ha pasado demasiado tiempo. Desde el mundo que seguimos llamando occidental podemos atribuir semejante actitud a un “déficit democrático”. Pero, ¿qué se puede decir de cómo digiere y asume nuestro país el silencio, el olvido y la culpa del largo franquismo? A diferencia de Alemania y Japón, España no fue derrotada por un enemigo exterior. Esa circunstancia habría facilitado las cosas. El dictador perpetuó su régimen de control férreo durante cuarenta años. Las víctimas supervivientes morían a la vez que él. En países como Argentina y Chile, la relativa brevedad de sus dictaduras está permitiendo un sano ajuste de cuentas político y judicial. En España, una transición urgente a un régimen formalmente democrático pasó por encima del sentimiento natural de reparo y justicia. Solo que ese sentimiento lo han heredado los nietos de los derrotados, cuyo derecho al duelo les había sido arrebatado. La exhumación de los cadáveres de las cunetas de los caminos y de la historia debería ser la premisa ineludible de la asunción de la culpa y el fundamento de una nueva sociedad más madura. Pero no están los gestos de los tiempos por esa tarea. La fallida Ley de la Memoria Histórica, la negación o la justificación mediática de las atrocidades del régimen del dictador Franco, las frivolidades malévolas de los políticos desaprensivos y la ignorancia impune y contumaz de la historia por parte de los tertulianos de moda están levantando un muro infranqueable al que se añade la persecución implacable de una parte de la judicatura y de la clase política más cerriles contra el juez Baltasar Garzón, que ha sido la punta de lanza planetaria de lucha contra el olvido ominoso organizado por algunas de las dictaduras más sangrientas del siglo pasado. El mundo vuelve a España sus ojos sin comprender. Si Garzón cae, otros están manteniendo la llama de esa luz necesaria para que la historia más terrible de este país se conozca, para que las exhumaciones permitan la recuperación del llanto, del dolor, de la culpa y del luto. Sin duelo no hay consuelo ni reparación de un sufrimiento que es la única ofrenda colectiva que podemos presentar para que las generaciones venideras asienten su existencia social e histórica sobre un pasado libre de sombras. A ese propósito están contribuyendo personajes como el periodista Gervasio Sánchez con su exposición Desaparecidos, que concluye con un epílogo fotográfico sobre las excavaciones de fosas de la guerra de España de 1936-1939. Ese trabajo, junto con el de las propias familias, las asociaciones de recuperación de la memoria histórica, los arqueólogos, los antropólogos forenses y los historiadores dará su fruto, sin ninguna duda, pese a todas las trabas que se pongan desde la clase política, mediática y judicial.