jueves, 29 de junio de 2023

Reaccionarios (II)

 

   Quienes venimos del mal sueño de una infancia en que la educación era verdaderamente adoctrinamiento, la alegría apenas una certeza de ritos familiares y el futuro una nebulosa gris en la galaxia de un régimen represor, reconocemos pronto las raíces de aquel tiempo en los frutos del actual. No de otro modo puede explicarse la familiaridad de un pensamiento reaccionario que, con los mismos clichés altisonantes y abominables, denigra al extranjero que llega en busca de una vida mejor, mantiene una visión de las mujeres vinculada al hombre, identifica progresismo y justicia social con comunismo, se lamenta por la remoción física y sentimental del pasado y niega la ecuánime comprensión histórica de los tiempos de la dictadura.

   Ese ideario es el que mantiene sin complejos VOX, aupado por los votos a un lugar destacado de las preferencias de una parte de la ciudadanía. Se puede argumentar que se trata de una formación democráticamente surgida y elegida, pero su ideología (un término que a veces rechazan para ellos mismos) es manifiestamente dañina. En un contexto de auge de las derechas extremas en Europa y el mundo, España no constituye una excepción. Los sistemas de acceso a los canales de la información se han democratizado de tal manera que casi cualquiera que maneje mínimamente las redes sociales puede convertirse en difusor de un pensamiento político, por aberrante que sea. Ese poder de escribir unas pocas palabras con un comentario falso o hiriente en el que se concentran los fantasmas y las fobias de los ciudadanos hace que las posibilidades de reconducir la disputa política a foros más racionales se vayan alejando gradualmente. Una insinuación se convierte en una mentira o una verdad amplificadas y alcanzan la categoría casi inmediata de argumento político contra el oponente. Si a eso se añade que el individualismo feroz del siglo XXI ha generado formas relativistas de “pensamiento débil”, es fácil concluir que el debate político está desnaturalizado hasta el punto de convertir las sesiones parlamentarias en representación y las redes sociales en el verdadero campo de batalla, donde el control es prácticamente inexistente.

   Claro que no solo VOX, en el caso que nos ocupa, emplea ese recurso. Pero la responsabilidad de un organismo tan arraigado en las democracias actuales como es un partido político crece en función de su proyección en los medios. Y esa responsabilidad no afecta solo al cúmulo de deformaciones, bulos y mentiras lanzadas a las redes y canales de información o voceadas en los órganos de representación de los ciudadanos, sino, principalmente, al contenido de esas informaciones, que, quieran o no, no refleja sino su ideología. Y la de VOX es destructora de un estado de desarrollo y madurez de la democracia que ha costado casi cincuenta años lograr. Su propuesta ideológica puede ser legal, pero no es legítima, por cuanto pretende alterar el grado de salud del sistema que los españoles nos hemos ido concediendo desde 1975. No se trata de un retroceso de veinte años, como se dice ahora por parte de la izquierda. Es algo más profundo: se quiere asentar un nuevo régimen que niega derechos y principios fundamentales del ser humano, como la igualdad social, una educación liberada de prejuicios sectarios (ellos sí adoctrinan), la negación racional de evidencias científicas que afectan a la salud humana y a la del planeta o la búsqueda de reparación y verdad para los descendientes de las víctimas del régimen franquista.

   Se habla últimamente de “guerras culturales”. Puede parecer adecuada la expresión, pero la cultura forma parte de la ideología y con ella se hace política, como con casi todo lo demás. En esa terminología bélica, el campo de batalla no es neutral, tiene un matiz que favorece en un primer momento al que lo ha elegido; y VOX ha sabido hacerlo en temas como la violencia de género, cambiando sus nombres, la historia española del siglo XX, relatándola a su modo para desprestigiar la labor de tantos historiadores, o el cambio climático, denigrándolo para permitir que el control de las fuentes de energía siga en manos de los mismos, que no son las suyas, por cierto.

   En esta estrategia, la mentira o la ignorancia cerril constituyen el ariete del que se valen los partidos de extrema derecha como VOX para socavar la dignidad y la solvencia de las instituciones democráticas. No están solos en ese empeño, cuentan con la complicidad pasiva de sus votantes, como ocurría en la Alemania nazi de los años treinta.


Reaccionarios (I)

 


   A estas alturas de precampaña electoral es más que evidente que el PP tiene un problema de relación con VOX. Su política respecto a la fuerza de ultraderecha ha sido ambigua y vacilante, desde la sesión del Congreso en que Pablo Casado marcó de forma hiriente las diferencias, hasta los momentos actuales en que la posibilidad de gobernar en varias Comunidades Autónomas hace que el partido del logo azul se plantee pactos de investidura, pactos de gobernabilidad y alianzas parlamentarias.

   Esa ambigüedad obedece a causas diversas: en primer lugar, el propio PP tiene dos almas contrapuestas, la de una derecha moderada, que asume con naturalidad, al menos en las declaraciones oficiales y no oficiales, los presupuestos básicos en los que se asientan los derechos humanos más elementales, incluidos los de sectores sociales muy específicos (léase colectivos LGTBI, por ejemplo); y, por otro lado, el alma reaccionaria de un sector que va ganando poco a poco efectivos, próximo a los postulados de VOX por ideología o por conveniencia electoral y de toma de poder. Esa alma más moderada va perdiendo terreno a ojos vista, como se ha podido comprobar en la rectificación (verbal) de la candidata del PP a la Presidencia de la Junta de Extremadura. Sus principios, declarados a los cuatro vientos en las jornadas posteriores al 28 de mayo, le impedían otorgar a VOX ni tan solo una Consejería, al tratarse de un partido que no cree en la violencia machista, ni en el cambio climático, ni en tantas otras evidencias cotidianas. Ahora sus intervenciones no demonizan (Abascal dixit) al partido del logo verde y no descarta ella misma seguir negociando hasta lograr un punto de acuerdo.

   Es evidente que esas dos almas del PP están en lucha perpetua en un cuerpo que se revuelve, pues ninguna halla acomodo total. El líder del partido, entretanto, el señor Núñez, está ejerciendo de gallego de tal manera que no sabe con qué alma quedarse, si bien es visible su giro hacia posiciones más radicales conforme avanza la precampaña. Da la sensación de que, como suele ocurrir en estos casos, las “viejas glorias” avalan la toma del poder a toda costa: ahí tenemos la posición de Aznar y de Esperanza Aguirre, sin ir más lejos. Pero parece más decisiva la influencia de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Su ascendencia dentro de las filas del partido, aún manejada con discreción, es cada vez mayor. Y su línea ideológica, cercana al trumpismo más populista, significa que todo vale para despachar de una vez al gobierno de Pedro Sánchez.

   Sin embargo, esta ambigüedad puede tener un efecto contrario a los intereses del PP. El de desesperar a quienes detestan al presidente del gobierno, si el partido no adopta pronto un criterio estable de pactos indiscriminados con VOX en las CC. AA. Y el de debilitar aún más la posición y las expectativas de triunfo de un Núñez que, caso de no vencer el 23 de julio, vería cuestionada su predominancia momentánea en el partido.

   En cualquier caso, el PP tiene otros problemas: ha desplegado durante los cinco años que lleva en la desleal oposición una estrategia de acoso y derribo al gobierno de Sánchez. Los insultos son quizá la parte menos importante, aunque más efectista. Pero ha hecho un mal favor al sistema con su obstinación en no renovar el CGPJ y, sobre todo, con el uso de artillería de dirección equivocada contra el gobierno. Ni la pandemia, ni la crisis subsiguiente, ni el alza de los precios de las energías y los bienes de consumo, ni las consecuencias de la guerra de Ucrania han conseguido debilitar a un gobierno que, bajo la presidencia de Pedro Sánchez, ha sabido crecerse en las adversidades. Adversidades que, dicho sea de paso, han favorecido las políticas sociales que están más cerca de los planteamientos de sus socios de gobierno (Podemos) y han configurado un nuevo PSOE, más cercano a la socialdemocracia efectiva que perfila y aplica políticas de justicia social. Es cierto que ese nuevo PSOE ha cosechado enemigos y defecciones dentro de sus filas, pero no es menos cierto que una gran parte de la población percibe un halo de esperanza en esas políticas.

   Las afrentas semanales del PP obedecen a una estrategia calculada de desgaste en la que todo vale con tal sirva al resultado del desprestigio del gobierno, personalizado ya con un término ad hominem, el “sanchismo”. No solo el PP ha contribuido de manera eficaz a ese desprestigio. Los errores del gobierno han sido amplificados por una derecha mediática y atizados por una casta económica que, en líneas generales, se encuentran más cómodas bajo gobiernos de derecha. Pero esas campañas se han tejido frecuentemente con bulos y falsedades, en la más pura línea de desinformación trumpista.

   Una de las mayores incoherencias de la democracia es que permite que los ataques más virulentos al sistema sean los que proceden de las estructuras mismas que son partícipes y garantes de ese sistema. Cuando VOX y el alma más reaccionaria del PP critican los derechos de los colectivos LGTBI, niegan la violencia machista, abominan del cambio climático, expresan sus ideas racistas y xenófobas, pugnan por derogar las leyes de memoria democrática o airean los ritos más rancios de una España que algunos creíamos olvidada, no hacen sino socavar los cimientos de la democracia y crear un mundo en el que la “postverdad” y el populismo se acaban adueñando de la opinión pública y cuestionando las reglas del sistema en su conjunto.