miércoles, 27 de marzo de 2019

El dilema de Malinche


   La noticia saltó repentinamente a los titulares del día: algo así como que el presidente de México pedía al rey de España que se disculpara por los abusos y el genocidio cometidos por los españoles llegados a América a partir de 1492, y en particular, por la conquista del territorio de los mexicas y la destrucción de la vieja capital Tenochtitlán por obra de Hernán Cortés y sus hombres. Una parte textual de la carta refiere: “que el Estado español admita su responsabilidad histórica por esas ofensas y ofrezca las disculpas o resarcimientos políticos que convengan”.
   Más allá de la noticia en sí, ha llamado poderosamente la atención la inmediata y visceral reacción de los líderes de los partidos políticos españoles. Entre Casado y Rivera el resultado es, una vez más, mero patrioterismo. Ambos hablan de afrenta, ofensa, manipulación histórica y populismo. Vox se ha mostrado más cerebral y distante, quizá porque ese debate lo da por superado entre sus dirigentes, ventajas de tener conchas muy duras. Podemos pone la nota discordante y escueta: “[López Obrador] tiene mucha razón en exigirle al rey que pida perdón por los abusos en la conquista”. En línea parecida ha opinado el PNV. Por último, el Gobierno, por boca del ministro de AA. EE., Josep Borrell, ha sido muy cuidadoso en su reacción, manejando un argumento de tipo histórico: "La llegada, hace quinientos años, de los españoles a las actuales tierras mexicanas no puede juzgarse a la luz de consideraciones contemporáneas".
   Quizá cabe hacer algunas consideraciones justamente de tipo histórico para ver algo de luz en la demanda del presidente mexicano.
   Unas, de tipo secundario:

  • La llegada de los castellanos del siglo XV y XVI a América fue un hecho que se inscribe en el movimiento de larga duración de la apertura de nuevas rutas mundiales por parte de las naciones europeas. Ese movimiento tiene sus causas y sus características, entre las cuales están los precedentes de los portugueses desde el siglo XIV, la búsqueda de una ruta que sorteara el bloqueo del comercio de las especias establecido por los recientes conquistadores (1453) de Estambul, los otomanos, y, por último, los avances técnicos que permitieron el desarrollo de la navegación.
  • A la luz de estos acontecimientos históricos incuestionables, la “conquista” de América por los castellanos recién llegados podría calificarse, si fuésemos capaces de un distanciamiento tan eficaz como el que la historiografía inglesa tiene para sus aventuras marítimas de los siglos XVI y XVII, de “expansión del capitalismo comercial”. En resumen, la Castilla de la Edad Moderna conquistó para controlar las fuentes del trabajo y del capital que iría descubriendo en América: la plata, la producción agrícola y un comercio muy activo entre las colonias y la corona. Algo que de un modo u otro hicieron Francia o Inglaterra en América del Norte y Portugal en el futuro Brasil por la misma época.

  Pero hay consideraciones más fundamentales que hacer. La principal, que probablemente constituye la piedra de toque de toda la polémica, es que el razonamiento del presidente de México está viciado por la suposición esencialista de la existencia eterna e inmutable de las formas de los estados nacionales. Es obvio que la tierra asolada por Cortés, dividida entre diferentes pueblos que no mantenían precisamente unas relaciones siempre cordiales, no tiene ya mucho que ver con el actual Estado mexicano. Ni la Castilla de 1519 es la España del siglo XXI, ni la dinastía reinante entonces, por cierto, era la misma que la actual. Dato casi anecdótico que, no obstante, hace más relevante la argumentación, pues se asiste al dislate de que se exija pedir perdón al representante de un Estado entonces inexistente. El argumento tiene también su reverso, pues descalifica a su vez las reacciones de Rivera y Casado. No puede haber afrenta a quienes no son en ningún grado causantes de aquella “ofensa” que menciona Andrés Manuel López en su carta al rey de España. El problema es que Casado y Rivera (y algunos más) asumen también el poderoso referente del estado nacional. Es curioso que critiquen tan fervientemente otros nacionalismos. Pero ya sabemos que estos suelen ser excluyentes.

   Quizá la respuesta más ponderada fue la del propio Borrell mencionada más arriba. Con un corolario irrefutable del ministro: “…de igual manera que no vamos a exigirle a Francia que presente disculpas por lo que hicieron los soldados de Napoleón cuando invadieron España. Igual que los franceses no van a pedir explicaciones a Italia por la conquista de las Galias”. El ministro acierta de lleno con ejemplos muy pertinentes. Dicho de otro modo, la lista de posibles disculpas sería tan larga como para encadenar una serie interminable de episodios que la causalidad histórica, que no es moral precisamente, ha conectado desde hace siglos. De un modo más brutal, como afirma Noah Harari en su celebrado último libro 21 preguntas para el siglo XXI, nadie ha dicho que la historia sea justa.
  Tras esta reflexión se podría matizar aún algo más: por ejemplo que, admitida la brutalidad de ciertos aspectos de la explotación a la que los castellanos sometieron a la población americana, de sobra conocidos, trabajo en las minas (no más brutal que el que estableció Roma en Hispania), encomiendas, imposición de estructuras sociales y administrativas importadas, de lengua y religión (en la historia antigua de España se habla de romanización en un sentido positivo, por contraste), destrucción de Tenochtitlán, etc., hay que recordar lo que la comunidad de historiadores tiene muy señalado, a saber: que la mayor parte de la mortandad de los habitantes del continente americano se debió a la falta de defensas ante las patologías propias de Europa; que hubo denuncias inmediatas de los abusos (el célebre Bartolomé de las Casas); que Castilla legisló los derechos de los americanos en 1542 con las no menos famosas Leyes de Indias, si bien es cierto que hubo numerosos incumplimientos; que se desarrollaron experiencias de relativo éxito, aun discutibles en determinados aspectos, como las misiones de los jesuitas o reducciones, ejemplo precursor de las utopías ilustradas del siglo XVIII.
   Un último punto que requiere una matización. Se habla frecuentemente, y el propio presidente de México lo acaba de hacer, de genocidio de la población americana por parte de los conquistadores. El término es inadecuado por cuanto vuelve a suponer un reduccionismo histórico sin rigor alguno. La acepción usual de “eliminación sistemática de un grupo humano” no se dio en la América española. Murieron muchos, cierto, por las causas apuntadas anteriormente, pero nadie propuso ni ejecutó un plan sistemático de exterminio. El genocidio es un término moderno pues designa una realidad moderna, especialmente de ese siglo XX que reveló tantos horrores: el genocidio armenio de 1915-1916, el genocidio de los judíos por los nazis, el holocausto de Stalin en Ucrania, el de los jemeres rojos, el de Ruanda. La lista es lo bastante larga por sí sola para que vengamos a engrosarla de manera impropia con añadidos espurios.
   Fuera de argumentaciones históricas, la diplomacia debería hablar en este caso. Las palabras de Borrell, una vez más, demuestran sensatez en medio de un coro desaforado de declaraciones fuera de lugar: “Hay que mantener la mejor relación entre los pueblos”. Y sin duda hay fórmulas que permitan un gesto de la diplomacia española hacia México sin que parezca forzosamente una claudicación ante las exigencias del señor Andrés Manuel López.