El historiador y editor Gonzalo Pontón publicó en septiembre de 2016 un amplio volumen titulado La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII. El libro, prologado por Josep Fontana, responde con exactitud enciclopédica al título enunciado. Y su tesis, defendida en sus páginas con rigor y vehemencia, es que el siglo XVIII supuso en la historia europea el momento crucial de aceleración de la desigualdad que hoy resulta característica del capitalismo de crisis en el que nos movemos. Enlaza con la idea clave de Pikety de que la desigualdad tiene una historia tan larga como el propio sistema capitalista, con momentos de reducción y otros de desarrollo. Para Gonzalo Pontón el siglo XVIII representa el inicio de esa expansión de la desigualdad de las clases sociales. Y se apresta a demostrarlo con una aportación apabullante de datos y cierta entrega iconoclasta que no rehúye polémicas con otros historiadores.
Para empezar, desmiente los
propios conceptos de “revolución agrícola” y de “revolución industrial”. En el
primer caso, afirma que los campesinos se vieron sistemáticamente expulsados de
la tierra, en Francia por el feudalismo tardío, y en Gran Bretaña por el
capitalismo incipiente de los cercamientos y el uso de utillaje moderno. En
cuanto a la revolución industrial inglesa, sugiere que fue paulatina, sin
despegue, contra las convenciones académicas aún predominantes. Resalta la
intervención decisiva del estado británico a través de regulaciones y de
aranceles, los más altos de Europa entonces. La industria británica se
benefició de una enorme demanda de productos manufacturados, lo que llevó a sus
fabricantes a optar por un modelo de economía de oferta que supuso la opción
más depredadora para la especie humana, en un momento en el que el hambre y las
grandes epidemias habían sido erradicadas. En suma, fue el comienzo de la
explotación.
Pontón dedica un amplio apartado
a dibujar los rasgos esenciales de esa explotación: mano de obra de mujeres y
niños y salarios miserables. Buena parte de los inventos técnicos de la época
se hicieron pensando en la mano de obra de los niños, que, junto con sus madres
y hermanas, mantuvieron la vida de los pobres de Gran Bretaña. Algo parecido
sucedió en España y Francia. De modo que la “fiebre consumista” fue
protagonizada por las clases medias, que vieron crecer su poder adquisitivo
mientras en Europa el número de pobres alcanzaba los cien millones.
El autor evidencia, en un ámbito
más puramente político, que Inglaterra ganó casi todas las guerras del siglo
XVIII gracias a la combinación de préstamos baratos e impuestos elevados y con
el concurso de una tropa reclutada entre pobres, deudores, vagos y maleantes.
Por supuesto, hubo protestas y motines contra ese criterio de recluta y contra
los ricos. Protestas que, por razones diferentes, se venían dando también en
Francia. La “grande peur” había empezado en realidad, sostiene Pontón, en el
invierno de 1788, que fue el más frío del siglo; y se recrudeció en el corazón
de Francia a partir de marzo de 1789. Por cierto que en ese mismo contexto
contestatario sitúa el motín de Esquilache en España, protagonizado por
comerciantes, trabajadores, artesanos, albañiles y criados. La represión
posterior, decretada por el conde Aranda, supuso la detención de más de seis
mil personas.
Gonzalo Pontón aborda con
profusión los aspectos culturales de la Ilustración. Ninguna empresa de
educación sistemática de los niños fue puesta en práctica por los gobernantes
europeos, con la excepción quizá de Prusia y el imperio de Austria. En
Inglaterra no hubo enseñanza elemental obligatoria hasta la Ley de Educación
Elemental de ¡1870!
En cuanto a los más puramente
ideológicos, su conclusión es rotunda: los filósofos ilustrados eran
mayoritariamente aristócratas reaccionarios, adscritos al lado de la burguesía
y contra las clases populares, a las que despreciaban. Consideraban peligrosa
la igualdad política y social, aunque no la natural. Solo salva a Spinoza, como
precursor, a Pierre Bayle y al barón d’Holbach.
En cuanto a los monarcas de
Europa, niega el apelativo de ilustrados a todos ellos, sin excepción. Es
especialmente crítico con Carlos III, lo que puede provocar más de un
sarpullido entre algunos historiadores españoles del siglo XVIII, dada la
oficial tendencia a considerarlo el más preclaro ejemplar de la dinastía
reinante, después del actual, por supuesto.
De los ilustrados y políticos
españoles apenas exonera a Jovellanos, Antonio Campmany y algunas cosas de las
que emprendió Olavide. Despacha con dureza al marqués de la Ensenada, a
Campomanes, a Floridablanca, al padre Feijoo y a Cadalso. Pero no es menos severo con Voltaire,
Montesquieu o, sobre todo, Rousseau.
En su introducción Gonzalo Pontón
anticipa las conclusiones a las que después llega. La burguesía se impuso en la
segunda mitad del siglo a los estamentos feudales y transformó su potencial
económico en potencial político. Pero esa misma burguesía emprendió a
continuación una lucha por la desigualdad más duradera y más triunfal: “la que
la enfrentó a las clases subalternas de las que se había escindido y que habían
de ser, ahora, sus vasallos como antes lo habían sido de los señores feudales,
pero con un cambio fundamental en los modos, en las formas y en el lenguaje:
ahora los comunes serían libres para contratar su fuerza de trabajo con la
nueva clase dirigente. Se iniciaba así un nuevo avatar del capitalismo, ahora
como sistema social y forma de vida que excluía toda alternativa”.
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