Hay momentos del siglo XX que no dejan de atraer la atención de quienes nos dedicamos a intentar desentrañarlos para que las jóvenes generaciones de alumnos los entiendan con claridad. Uno de ellos es, sin duda, la época de la Alemania nazi. Quizá no pasaría de ser un episodio más de las frecuentes guerras de ese siglo tan cercano y tan trágico, si no fuera por dos elementos especialmente incomprensibles y novedosos. Uno es, desde luego, la asociación de la expansión nazi con el Holocausto, la matanza sin precedentes de población judía de toda Europa. El otro, menos terrorífico, pero igualmente inquietante, con raíces explicativas asociadas con el anterior, es la aparente docilidad del pueblo alemán, la sumisión o la aceptación de los postulados hitlerianos. Ese fenómeno, contrapunto alarmante del comportamiento habitualmente revolucionario o resistente de las poblaciones del mundo durante el pasado siglo, resulta increíblemente misterioso. ¿Por qué esa docilidad del pueblo alemán? Más allá de las explicaciones sobre el temor de las clases medias europeas a una “bolchevización” generalizada en Europa es preciso comprender las motivaciones profundas del fenómeno.
La guerra de 1914-1918 y sus consecuencias visibles en las terribles cláusulas del tratado de Versalles habían significado una sensación de incredulidad, en primer lugar, de la misma derrota; y después, del castigo impuesto como resultado de esa derrota. Los alemanes no podían entender semejante castigo porque nadie les explicó qué habían hecho para ser derrotados. La República de Weimar, como han resaltado los historiadores del período, nació con el poderoso estigma de la inestabilidad. El pueblo alemán se sentía asediado y su reacción fue defensiva. Cuando Hitler fue nombrado canciller el 30 de enero de 1933, comenzó lo que los nazis habían considerado su “revolución nacional”. La parte más aparatosa de esa supuesta revolución fueron las celebraciones inmediatas al ascenso de Hitler: el día de Potsdam, el cumpleaños del Führer y el 1 de mayo de 1933. Pero la auténtica revolución se gestó en las consignas del aparato del partido nazi y en su aplicación sistemática a los niveles más íntimos de la vida familiar y social de los alemanes. La gran idea de los nazis fue la creación de una comunidad del pueblo (Volksgemeinschaft) que fundamentara la solidaridad nacional. Esa construcción de formas nuevas de relación social se basó en la camaradería (Verkameradschaftung), fomentada desde campos comunitarios de adiestramiento (Gemeinschaftlager) por los que pasaron cientos de miles de alemanes desde 1933 y simbolizada por el cambio de trato, tú en vez de usted. Esa construcción consciente del pueblo fue resaltada por el cine y la fotografía, medios de comunicación y de propaganda especialmente cuidados por los nazis. La fotografía, en particular, sirvió como instrumento de registro de la propia participación en la historia en construcción. Al cabo de pocos meses los alemanes habían aceptado la visión nazi del mundo, que les otorgaba una sensación de confianza absoluta frente al miedo obsesivo generado tras la derrota de 1918. Y, aunque hubo rechazos y oposición, se puede afirmar que la mayoría de los alemanes se convirtieron al nazismo de un modo u otro, incluida la clase obrera, enganchada en el proyecto nazi por la restauración de la estabilidad económica.
Esa comunidad del pueblo tenía signos distintivos: comenzó con la exigencia temprana en julio de 1933 del saludo “Heil Hitler!” entre los funcionarios públicos y continuó con la obligación de obtener el pasaporte ario, que destiló entre los alemanes la autoconciencia de la raza. Arios frente a judíos, esa fue la auténtica revolución, la creación de una nueva persona alemana que obligaba a considerar la categoría “judío” como opuesta a otra abstracción: Alemania. El amor por lo propio derivaba en odio a lo ajeno. A fundamentar esta visión contribuyeron los preceptos raciales de Hitler puestos en práctica por las SS mediante la comprobación genética y las prácticas de esterilización forzosa que alcanzaron a más de 400.000 individuos.
A la postre, los nazis introdujeron formas de relación que reforzaban los lazos internos de las “buenas” familias arias o que sustituían los más débiles por unos nuevos basados en la pertenencia a una comunidad social, y por lo tanto política, definida por la camaradería y la raza. “Unter uns”, entre nosotros, es la frase que simboliza una pertenencia que, después de la “noche de los cristales rotos” (9 de noviembre de 1938) se verá matizada aún más por la frase “Judenfrei”, sin judíos.
En este punto del razonamiento cabe buscar conexiones entre la comunidad del pueblo alemán ario y el exterminio del no ario. El Holocausto no fue gratuito para los nazis, ni siquiera se entiende únicamente como el producto de la locura homicida de Hitler. Los sentimientos antisemitas estaban muy arraigados en el pueblo alemán. O, al menos, arraigaron entre los encargados de ejecutar los aspectos más terribles de la política racial: las SS y el ejército. Con frecuencia debieron de plantearse un conflicto ético constante entre sus nociones morales y la ideología nazi, pero para la mayoría el racismo era un hecho de la vida cotidiana, lo que les hacía aprobar las matanzas. Unas matanzas perpetradas con la aquiescencia de los oficiales de la Wehrmacht. Pronto, la destrucción de los judíos se convirtió en una premisa para ganar la guerra, por eso se aceleró, según los designios del Führer, para lograr el espacio vital del este de Europa libre de judíos. Paradójicamente, cuando la población civil alemana comenzó a tener noticia de los exterminios masivos a la vez que de la posibilidad de la derrota creció el coraje del final de la lucha. Sin embargo, convertida la derrota en realidad, no quisieron cargar con la culpa, solo con la vergüenza de haber perdido la guerra, en parte a causa de los judíos. Se sintieron víctimas de una historia cruel: los nazis habían “recuperado” Alemania para los alemanes; lo único que no supieron hacer fue ganar la guerra, ese fue el auténtico elemento de segregación moral entre el pueblo alemán y los jerarcas nacionalsocialistas que los llevaron a la derrota. Como dijo un oficial norteamericano: los alemanes “culpan a Hitler por haber perdido la guerra, no por haberla empezado”.
Esa explicación inverosímil, que tiende a diluir la importancia del papel activo de los alemanes en los crímenes nazis, resultaba políticamente útil en la posguerra pues convertía a los alemanes en víctimas y a su complicidad en simple debilidad moral. De ese modo, igual que al término de la Gran Guerra, el pueblo alemán se sintió víctima en vez de verdugo y echó la culpa de la derrota al fanatismo brutal de los nazis que los habían engañado, como en 1918 echó la culpa a los dirigentes políticos. El desconocimiento alegado del sufrimiento provocado por los nazis equilibró el sufrimiento propio y sirvió para asentar las bases morales de una Alemania nueva, con una culpa muda, de oscuras ausencias y silencios.
Es genial, sobre todo si acabas de regresar de la capital del tercer Reich y te has empapado de su historia, en parte de esta tan bárbara, mientras paseabas por encima del búnker de Hitler y tocabas el mármol rojo de su despacho, ahora convertido en paredes y columnas de una vulgar estación de metro.
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