En el verano de 2011 un libro de historia voluminoso como El holocausto español, del eminente hispanista británico Paul Preston, se situaba durante varias semanas en los primeros lugares de ventas de obras de no ficción en España. El fenómeno no parece tan llamativo si tenemos en cuenta que Paul Preston es un reconocido investigador del pasado reciente de nuestro país, especializado en la guerra de 1936-1939, la época del franquismo y la vida del dictador, que goza de una sólida reputación y que se benefició de un lanzamiento editorial tan bien calculado como el de esta obra, publicada en vísperas del Día del Libro, un hecho por otra parte nada raro para este historiador, invitado ocasional de las casetas de las calles barcelonesas el día 23 de abril.
En su obra Paul Preston justifica el uso del término “holocausto” para definir la represión de los dos bandos enfrentados durante los años de la guerra y del bando vencedor durante una larga posguerra que alcanza de modo sistemático al menos hasta 1951. No parece discutible su argumentación, ni siquiera por la parte meramente léxica, pues el diccionario de la RAE define el término en su segunda acepción como “gran matanza de seres humanos”. Preston ha consultado una ingente documentación de archivos y fuentes primarias, así como las publicaciones más recientes de los numerosos historiadores españoles que se están dedicando a investigar los perfiles y los números aproximados de la represión. Con precisión quirúrgica y una forzada equidistancia de los dos bandos consigue describir el cúmulo de atrocidades que llevó, según sus cuentas, a la muerte a más de 180.000 personas entre 1939 y 1950, al margen de las víctimas causadas por las acciones de combate. No rehúye ningún asunto polémico y son particularmente interesantes sus análisis sobre los asesinatos perpetrados por el bando sublevado en la región más castigada, Andalucía, atizados por la vesania enfermiza de Queipo de Llano y la sed de venganza de los terratenientes; la matanza de la plaza de toros de Badajoz; la represión incontrolada de Falange Española sobre los “rojos” en la provincia de Valladolid; el espinoso asunto de Paracuellos, con un intento quizá no del todo logrado de definir la responsabilidad de Santiago Carrillo; la culpabilidad del general Franco en el bombardeo de Guernica; o la participación de los servicios secretos soviéticos en la liquidación del núcleo dirigente del POUM.
Varios apéndices finales representan gráficamente los datos de la represión. Una reelaboración a partir de esos números permite comprender la magnitud del “holocausto”.
No es este el lugar adecuado para comentar la evidencia de la tragedia, si acaso para plantearse una vez más la pregunta de qué razones explican la ferocidad atávica del crimen espontáneo o sistemático, caprichoso o justificado por los verdugos, ritual o vengativo. Y después, ¿por qué la represión continuó por parte del bando vencedor sobre el derrotado durante tantos años? Con ambos episodios hay equivalencias contemporáneas: la represión brutal del régimen de terror de Stalin contra los opositores de todo tipo en la Unión Soviética de los años treinta; las matanzas japonesas en China y la represión nazi contra los judíos de los años treinta y comienzo de los cuarenta. Se podrá argumentar que Stalin cifró la supervivencia de la URSS en la liquidación de los enemigos, que los crímenes de Nankín tenían una componente racista y que Hitler quiso apartar al pueblo judío del resto de la comunidad alemana, pero estas obviedades no se diferencian de la “cirugía” ideológica que pretendió el régimen de Franco. En los cuatro casos estamos hablando del más terrible invento del siglo XX, el genocidio de millones de personas que fueron consideradas por los gobernantes respectivos como seres ajenos al resto de la nación.
Sin embargo, mientras Alemania perdía la guerra, Stalin y Franco sobrevivían con una impunidad que les dejaba las manos libres para seguir aplicando a su antojo los mecanismos de depuración del cuerpo social de sus países. Al menos la derrota alemana sirvió para asumir la culpa, aunque fuera solo en forma de borrón y cuenta nueva. La desnazificación establecida por las fuerzas aliadas de ocupación y la inmediata división del territorio a causa de la Guerra Fría cauterizaron el dolor de la derrota y facilitaron la redención de una culpa que nunca había sido del todo asumida por los alemanes. En el caso de Japón, la brutalidad del final de la guerra pareció un castigo inmerecido que ha distorsionado la introspección y el examen de conciencia. Esa consideración dificultó la asunción de la culpa por los japoneses de la posguerra. Tampoco ayudó la tutela que Estados Unidos ejerció inmediatamente sobre el enemigo de la víspera. Ian Buruma en El precio de la culpa lo expone a la perfección: “A los japoneses se les animó a hacerse ricos […]. El Estado siguió dirigido prácticamente por la misma burocracia que había gobernado el Imperio japonés, y el sistema electoral se organizó de tal manera que el mismo partido conservador corrupto pudo permanecer en el poder durante casi cuarenta años. Ese arreglo […] contribuyó a silenciar el debate público e impidió que los japoneses crecieran políticamente”.
En la URSS la desestalinización emprendida por Jruschov a comienzo de los años sesenta fue una débil operación de limpieza del horror del período del “hombre de acero”. El oscurantismo de la gerontocracia soviética, justificado parcialmente por la estrategia de la Guerra Fría, ha perdurado en el régimen actual de Putin y sus secuaces. No se ve el camino para que la culpa sea asumida y liberada por el pueblo ruso y sus dirigentes actuales. Ha pasado demasiado tiempo. Desde el mundo que seguimos llamando occidental podemos atribuir semejante actitud a un “déficit democrático”. Pero, ¿qué se puede decir de cómo digiere y asume nuestro país el silencio, el olvido y la culpa del largo franquismo? A diferencia de Alemania y Japón, España no fue derrotada por un enemigo exterior. Esa circunstancia habría facilitado las cosas. El dictador perpetuó su régimen de control férreo durante cuarenta años. Las víctimas supervivientes morían a la vez que él. En países como Argentina y Chile, la relativa brevedad de sus dictaduras está permitiendo un sano ajuste de cuentas político y judicial. En España, una transición urgente a un régimen formalmente democrático pasó por encima del sentimiento natural de reparo y justicia. Solo que ese sentimiento lo han heredado los nietos de los derrotados, cuyo derecho al duelo les había sido arrebatado. La exhumación de los cadáveres de las cunetas de los caminos y de la historia debería ser la premisa ineludible de la asunción de la culpa y el fundamento de una nueva sociedad más madura. Pero no están los gestos de los tiempos por esa tarea. La fallida Ley de la Memoria Histórica, la negación o la justificación mediática de las atrocidades del régimen del dictador Franco, las frivolidades malévolas de los políticos desaprensivos y la ignorancia impune y contumaz de la historia por parte de los tertulianos de moda están levantando un muro infranqueable al que se añade la persecución implacable de una parte de la judicatura y de la clase política más cerriles contra el juez Baltasar Garzón, que ha sido la punta de lanza planetaria de lucha contra el olvido ominoso organizado por algunas de las dictaduras más sangrientas del siglo pasado. El mundo vuelve a España sus ojos sin comprender. Si Garzón cae, otros están manteniendo la llama de esa luz necesaria para que la historia más terrible de este país se conozca, para que las exhumaciones permitan la recuperación del llanto, del dolor, de la culpa y del luto. Sin duelo no hay consuelo ni reparación de un sufrimiento que es la única ofrenda colectiva que podemos presentar para que las generaciones venideras asienten su existencia social e histórica sobre un pasado libre de sombras. A ese propósito están contribuyendo personajes como el periodista Gervasio Sánchez con su exposición Desaparecidos, que concluye con un epílogo fotográfico sobre las excavaciones de fosas de la guerra de España de 1936-1939. Ese trabajo, junto con el de las propias familias, las asociaciones de recuperación de la memoria histórica, los arqueólogos, los antropólogos forenses y los historiadores dará su fruto, sin ninguna duda, pese a todas las trabas que se pongan desde la clase política, mediática y judicial.
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