La historia
nunca se repite. Los libros nos enseñan que la anterior gran crisis del sistema
económico se palió gracias a la voluntad política decidida de la administración
del presidente Roosevelt. El New Deal
transformó profundamente la sociedad estadounidense. El país cobró conciencia
de la cruda realidad a la que se enfrentaba, pero recuperó la esperanza en las
elecciones de 1932. El electorado, que siempre acierta, barrió la opción del
candidato Hoover, que no había hecho nada para hacer frente a la crisis y que
no prometía nada, excepto críticas a su oponente, en la campaña electoral.
Pero
Roosevelt fue reelegido, como sabe cualquier estudiante de historia
contemporánea, hasta tres veces más. Pese a las críticas que muchos
historiadores estadounidenses vierten aún sobre el New Deal, hubo sin duda efectos positivos, quizá el más claro de
ellos el de la recuperación del optimismo y la fe en el gobierno. Roosevelt se
acercó todo lo que pudo a sus conciudadanos. Las charlas junto a la radio
suponían una forma de contacto cercano que inspiraba confianza. Los actos
oficiales de inauguraciones o conmemoraciones nos reflejan en las fotos y
documentales de la época la imagen de un presidente próximo al pueblo. Más allá
de los postulados keynesianos, que hoy cobran polémica actualidad, los
habitantes de aquel país sintieron que con la ayuda de su gobierno y con su
propio esfuerzo podrían salir del abismo. De hecho, muchos conseguían empleo y
el paro disminuía lentamente.
Cualquier
parecido con la situación actual es pura coincidencia. Los gobernantes se
alejan del pueblo porque no tienen nada que ofrecerle excepto más paro y más
desilusión. La venta de semejante producto resulta problemática y solo los
políticos sin escrúpulos están dispuestos a intentarla a toda costa. Resulta
patético ver cómo han mutado los rostros sonrientes de la noche electoral del
20 de noviembre de 2011. El presidente ya apenas sonríe, lo mismo que la
vicepresidenta. Otros no han sonreído nunca, es cierto, pero es evidente que
ahora son menos capaces aún de hacerlo. Y quizá habría que tenerles lástima si
no fuese porque nos damos más nosotros mismos, los ciudadanos de a pie. Sin
embargo, están consiguiendo el efecto contrario, el darnos rabia. La política
de eufemismos se reviste de un cinismo incomparable. Un nuevo lenguaje se ha
desarrollado en las cavernas de esa conspiración perpetua contra el pueblo en
que se ha convertido este gobierno insufrible, clandestino, sectario e
incompetente. Cualquier término que no sea el de recortes vale para los
ministros: ajustes, reajustes, regularización, redistribución, racionalización.
A la inversión la llaman gasto y a este, despilfarro. Frases ofensivas sobre
que determinados servicios los deben pagar los usuarios, que el rato del café
debe ser suprimido, que las prestaciones sociales más perentorias no son para
todos. Estos globos sonda perfilan la política de barra de bar del actual
gobierno. Hay un elemento añadido: la impunidad con la que algún dirigente de
relumbrón del partido gobernante dice su parte del guion. Muchos recuerdan la castiza “manda huevos”
del entonces Presidente del Congreso, Federico Trillo. O la parecida del
Ministro de Agricultura (entonces y ahora): “El trasvase lo haremos por
huevos”. Al exceso de testosterona se añade más recientemente el célebre “que
se jodan” de la diputada Fabra, que la sitúa al nivel de macho de sus ilustres
predecesores en el verbo hiriente y espontáneo. Hablando de testículos, se hizo
famoso hace unos meses el “si ten collons” del Presidente de la Junta de
Extremadura, Monago, dirigido al Presidente de la Generalitat de Cataluña. Al
apreciable error léxico quizá se suma la
grosería del tuteo (no sabemos si quería decir “si tens collons” o se refería a
una tercera persona: “si té collons”), pero consiguió que todo el mundo en
Cataluña lo entendiese a pesar de su pronunciación defectuosa. El insulto es
recurso más fácil y menos imaginativo: el “hijoputa” de Aguirre a Gallardón la
puso al nivel de la marquesa de barrio que es, un personaje novelesco del
diecinueve. El de “pijo ácrata” dedicado al juez de la Audiencia Nacional
Santiago Pedraz se podría aplicar a muchos chusqueros clientelares del partido
del gobierno, con la diferencia de que la acracia en este caso no procede de
una cierta ideología sino de la prepotencia que otorga al escalafón de los
meritorios haber ascendido a un puesto de la Administración o de las finanzas
especulativas: Dívar era pijo por su estilo de vida y ácrata por no reconocer
ni la suprema autoridad que su cargo implicaba. La directora de la CAM vivía
como una marquesa y quería compensaciones económicas, como Dívar. Lo antepenúltimo
hasta ahora roza lo delictivo: “las leyes, como las mujeres, están para violarlas”.
Sin comentarios.
La conclusión fácil es que la derecha es mal hablada
y soberbia. Pero sus gestos incontrolados revelan en realidad una dinámica de
tremenda incuria que le ha sido históricamente característica. En el llamado,
antes de la corrección política de los libros de texto, “Bienio negro” de
1934-1936 se dedicó a deshacer punto por punto la política de reformas
emprendida por el gobierno de Manuel Azaña. Su programa no era propio, sino
definido por lo opuesto al del rival. Al menos entonces no mentían: proponían
mucho de lo que hicieron cuando alcanzaron el gobierno. Ochenta años más tarde
no queda ni esa pequeña coherencia. El gobierno del PP está haciendo lo
contrario también… de lo que proponía su propio programa político. Este fraude
a la ciudadanía deslegitima no a toda la clase política sino exclusivamente a
los protagonistas de la estafa. Si se tratase solo de una incongruencia
explicable por la falsedad de los dirigentes del partido o por las
circunstancias de la economía estaríamos atisbando apenas un principio de
explicación. La impresión es más inquietante: no saben qué hacer (frase
favorita: haremos lo que haya que hacer, que no sabemos si demuestra más
voluntad tozuda que incompetencia), pero deben aparentarlo porque, además de
otros teóricos beneficios (dar seguridad a los mercados, a la UE y al BCE), esa
oscuridad justifica cualquier tropelía. La revolución ultraconservadora y
reaccionaria que está sufriendo el país halla amparo en la frase de marras: es
decir, todo lo que hagamos vale, porque nadie sabe mejor que nosotros lo que
hay que hacer. Así la política deviene un arcano para iniciados, porque el
pueblo es ignorante. El desprecio fundamental que supone ese modo de
argumentar, explícito en la actuación diaria e implícito en el “que se jodan”
de la diputada de apellido imputado, supone la mayor violación de las reglas
del sistema democrático, pero no la única.
Los
ciudadanos a duras penas comprendemos las cosas: solo vemos que se sanciona de
por vida a un juez, que los obispos vuelven a abrir la boca para decir sandeces,
que los banqueros corruptos se retiran con indemnizaciones millonarias, que los
que no se retiran se aumentan los sueldos millonarios, que Madrid y Valencia
han sido dos feudos cuya clientela ha costado también millones que se quedaban
parcialmente en las arcas del partido que gobierna, que los voceros más inanes
medran en el barro catódico. No mejora el panorama el equipo del presidente:
machismo, mentira, descoordinación, sumisión a Berlín, Bruselas o el Vaticano.
Unos amenazan nada veladamente con la intervención en las cuentas autonómicas
de las Comunidades que son de otro color político, cuando no han intervenido en
sus territorios fieles por aquello de los votos. Otras apuntan con el dedo al
anterior gobierno sin darse cuenta de que los tiempos vuelan y ese recurso
fácil en otras épocas ahora se vuelve contra ellos. Otros proceden de los
lugares señalados como sospechosos de haber encendido el foco primitivo de la
crisis.
Este
gobierno pasará a la historia universal de la infamia y los libros de historia
del futuro solo le dedicarán un párrafo para resaltar la miseria moral de
algunos de sus ministros, la estupidez como guía de sus acciones políticas y el
fracaso más estrepitoso de la democracia española. Su obsesión de castigo es
arbitraria y gratuita, y no logra disimular la ideología reaccionaria que
esconde. Se presenta como cambios necesarios y eficaces lo que no es más que
pobreza de miras, revanchismo antisocial y patriotismo barato.
Gobernar
contra los ciudadanos, esa parece ser la consigna. Como escribía Antonio Elorza
hace unos meses en El País: ¿para qué
seguir protegiendo a las clases menos productivas?
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