En unos pocos meses Hitler liquidó el sistema político
de la República de Weimar y organizó una dictadura personal en Alemania desde
1933. Es cierto que la democracia del régimen salido del colapso posterior a la
Gran Guerra dejaba mucho que desear, pero no lo es menos que sus fundamentos
políticos fueron socavados por un partido nazi que ganaba y ganaba votantes
tras cada consulta electoral. Los nazis se aprovecharon de una situación
económica extremadamente crítica para el país como consecuencia de los efectos
de la depresión llegada, entonces como ahora, de Estados Unidos. Hitler hablaba
de “revolución nacional” para referirse a los cambios ideológicos que él
esperaba integrar en la vida cotidiana de los alemanes.
Buscar paralelismos sirve a veces para aguzar la
mirada analítica sobre comportamientos que acaban configurando los grandes
acontecimientos que modifican la política de un país. El PP ganó las elecciones
por el desprestigio de una política errática y poco eficiente ante la crisis
llevada por el gobierno socialista de José Luis Rodríguez. Desde entonces es
evidente que se ha dedicado a alterar considerablemente los fundamentos
políticos, legales y jurídicos que sustentan el llamado Estado del bienestar.
Nadie del partido gobernante emplea la palabra “revolución”, pero eso es lo que
está ocurriendo si concedemos al término un sentido amplio pero ideológicamente
coherente de cambio profundo. Ahora bien, esa supuesta revolución es una
tapadera para un empeño más desaprensivo: en tiempo de crisis salvemos los muebles,
los propios, se entiende. Vayamos por partes:
El PP está desprestigiando al legislativo con las
reiteradas incomparecencias del presidente, con su hurto sistemático de las
explicaciones debidas y de las decisiones que son competencia de las Cortes. El
absentismo presidencial subvierte el sistema democrático al esquivar uno de sus
pilares básicos: el control del ejecutivo, la obligación de dar explicaciones,
la conveniencia de la discusión de las propuestas y de los argumentos, en suma,
la esencia de la democracia como ejercicio responsable y público del poder en
nombre de la soberanía nacional. Ni siquiera siente la necesidad del disimulo.
El abuso del Real Decreto-Ley marca un antes y un después en la transgresión de
las formas parlamentarias. Tampoco hubo debate sobre el estado de la
nación porque se consideró poco oportuno. ¿Para quién? Se trata de ahorrar
quebraderos de cabeza al Presidente.
¡Y qué decir del ejecutivo! Las reuniones de
consejeros autonómicos del mismo signo político preparan las decisiones más
impopulares de educación y sanidad. Los ataques a la educación pública
comenzaron en una Comunidad, la de Madrid, cuya anterior Presidenta se empleó a
fondo en la descalificación de los profesores. La sanidad ha sufrido recortes
en la subvención de los medicamentos con argumentos tan “populares” como el del
recurso a los “remedios naturales” que mencionaba la ministra Ana Mato. La
atención sanitaria a los inmigrantes sin papeles se ha convertido en otro de los
puntos calientes de las decisiones vergonzosamente segregadoras y excluyentes
que tanto parecen agradar a este gobierno. Los recortes a la industria del cine
son una venganza contra un gremio, el de los actores, que siempre ha sido muy
crítico con los gobiernos del PP (recordemos el sonoro “No a la guerra” de una
edición de los premios Goya). Pero la cultura en general está bajo sospecha y
sufre las consecuencias de sus declaraciones y sus posiciones ideológicas. Solo
un ministro tan obtuso como el titular de esa cartera tan grande acapara el
dudoso honor de ser el promotor de una de las involuciones más reaccionarias de
lo que llevamos de siglo. Los pretextos (fracaso y abandono escolar, malos
resultados en las PISA) parecen poco convincentes cuando se está promoviendo
trasvase de recursos y financiación a la privada y se toma partido por los
dictados más conservadores de la Conferencia Episcopal.
Tampoco el judicial escapa a la demolición
antidemocrática que está ejecutando el PP: la reforma polémica de la ley del
aborto, el acoso y derribo de Baltasar Garzón, las tasas judiciales, que convierten el
acceso al sistema judicial en un lujo, otro más, de carácter disuasorio para
unas clases sociales cada vez más empobrecidas. Igualmente grave resulta la
intención de criminalizar a la sociedad civil por el hecho de manifestarse. Aquí
los meritorios no se andan con medias tintas: la delegada del gobierno en la
Comunidad de Madrid es un buen exponente con su propuesta de modulación. Se
estrecha el cerco sobre las libertades, se criminaliza al que protesta, al
manifestante, al que discrepa públicamente, al que contacta a través de las
redes sociales y las nuevas tecnologías para proponer o afirmar algo que no sea
asumible por el sistema de ¿valores? del gobierno. La política ha abandonado la tradicional nobleza de presupuestos y de objetivos que fue desde finales del
siglo XVIII para convertirse en una tediosa actividad de autojustificación, de
defensa y protección de los propios políticos, de lanzamiento de anatemas y
amenazas contra los que no piensan igual.
La lista de atropellos sería muy larga. Pero lo más
preocupante es la mezcla de iluminación ideológica y de revanchismo de muchas
de las medidas adoptadas, que no se justifican por la presión de las reformas
impuestas desde Bruselas. Los inmigrantes, los dependientes, los desahuciados, la
clase trabajadora, los servicios públicos de sanidad, educación, investigación y
justicia son las víctimas favoritas. La consigna es eliminar prestaciones o
privatizarlas, sin cálculos ni estudios previos de rentabilidad económica ni
social, sin el más mínimo análisis de las consecuencias a largo plazo, sobre
las que autorizados organismos internacionales empiezan ya a alertar. Esta
inhibición del Estado en sus funciones más perentorias ya está teniendo
resultados dramáticos y ha acentuado una fractura insalvable entre dos
categorías de ciudadanos que ya estaban empezando a diferenciarse a causa de la
crisis: los que apenas la perciben y todos los demás. En la primera categoría
se sitúan los banqueros, los defraudadores amnistiados, los empresarios, buen
parte de los políticos y de los altos cargos de las Administraciones. Todos
ellos mantienen su cuota de poder económico que los vincula con esa “clase
política extractiva” que señalaba César Molinas en su artículo de septiembre
publicado en EL PAÍS. Esa extracción se ha generado y se sigue generando, a
veces de forma delictiva a través de numerosos casos de corrupción que siguen
aflorando casi cada mes. Una extensa nómina de “conseguidores” bien relacionados
con el poder político está saqueando el país para beneficio de unos pocos. Esos
pocos pertenecen a la “clase política”, culpable de la crisis, que ahora debe
mantenerse a flote en plena depresión y devolver favores a quienes se los han
procurado durante los años de la gran especulación. De modo que se pone en venta
el sistema de salud pública y la educación pública, se inyecta efectivo europeo
a los otros grandes culpables, los bancos; se amnistía a los defraudadores, se
sangra al funcionario y al ciudadano con impuestos más elevados, se le aumentan
las tarifas eléctricas y los peajes y se le hace pagar por servicios elementales
como la sanidad y la justicia.
La concentración de la riqueza en manos de unos
pocos ya fue prevista por Marx, aunque no del mismo modo en que se está produciendo.
No es la burguesía, un concepto social desfasado y ambiguo, sino una parte del
conglomerado de políticos, banqueros, empresarios y gestores de operaciones
especulativas. Ellos ganan y el resto pierde: paro, desatención sanitaria,
negación de la tutela judicial, desahucios. Los principios elementales de la política
como servicio a la ciudadanía están conculcados: no parece crearle dudas al
gobierno acerca de su permanente violación de los fundamentos constitucionales
el que haya cada vez más gente sin trabajo, sin casa, sin derechos, sin
protección frente a la opresión.
El daño parece ya irreparable para muchas
generaciones, y aún no ha terminado.
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