sábado, 22 de diciembre de 2012

La destrucción de la democracia en España (2): el Estado cesante


En unos pocos meses Hitler liquidó el sistema político de la República de Weimar y organizó una dictadura personal en Alemania desde 1933. Es cierto que la democracia del régimen salido del colapso posterior a la Gran Guerra dejaba mucho que desear, pero no lo es menos que sus fundamentos políticos fueron socavados por un partido nazi que ganaba y ganaba votantes tras cada consulta electoral. Los nazis se aprovecharon de una situación económica extremadamente crítica para el país como consecuencia de los efectos de la depresión llegada, entonces como ahora, de Estados Unidos. Hitler hablaba de “revolución nacional” para referirse a los cambios ideológicos que él esperaba integrar en la vida cotidiana de los alemanes.
Buscar paralelismos sirve a veces para aguzar la mirada analítica sobre comportamientos que acaban configurando los grandes acontecimientos que modifican la política de un país. El PP ganó las elecciones por el desprestigio de una política errática y poco eficiente ante la crisis llevada por el gobierno socialista de José Luis Rodríguez. Desde entonces es evidente que se ha dedicado a alterar considerablemente los fundamentos políticos, legales y jurídicos que sustentan el llamado Estado del bienestar. Nadie del partido gobernante emplea la palabra “revolución”, pero eso es lo que está ocurriendo si concedemos al término un sentido amplio pero ideológicamente coherente de cambio profundo. Ahora bien, esa supuesta revolución es una tapadera para un empeño más desaprensivo: en tiempo de crisis salvemos los muebles, los propios, se entiende. Vayamos por partes:
El PP está desprestigiando al legislativo con las reiteradas incomparecencias del presidente, con su hurto sistemático de las explicaciones debidas y de las decisiones que son competencia de las Cortes. El absentismo presidencial subvierte el sistema democrático al esquivar uno de sus pilares básicos: el control del ejecutivo, la obligación de dar explicaciones, la conveniencia de la discusión de las propuestas y de los argumentos, en suma, la esencia de la democracia como ejercicio responsable y público del poder en nombre de la soberanía nacional. Ni siquiera siente la necesidad del disimulo. El abuso del Real Decreto-Ley marca un antes y un después en la transgresión de las formas parlamentarias. Tampoco hubo debate sobre el estado de la nación porque se consideró poco oportuno. ¿Para quién? Se trata de ahorrar quebraderos de cabeza al Presidente.
¡Y qué decir del ejecutivo! Las reuniones de consejeros autonómicos del mismo signo político preparan las decisiones más impopulares de educación y sanidad. Los ataques a la educación pública comenzaron en una Comunidad, la de Madrid, cuya anterior Presidenta se empleó a fondo en la descalificación de los profesores. La sanidad ha sufrido recortes en la subvención de los medicamentos con argumentos tan “populares” como el del recurso a los “remedios naturales” que mencionaba la ministra Ana Mato. La atención sanitaria a los inmigrantes sin papeles se ha convertido en otro de los puntos calientes de las decisiones vergonzosamente segregadoras y excluyentes que tanto parecen agradar a este gobierno. Los recortes a la industria del cine son una venganza contra un gremio, el de los actores, que siempre ha sido muy crítico con los gobiernos del PP (recordemos el sonoro “No a la guerra” de una edición de los premios Goya). Pero la cultura en general está bajo sospecha y sufre las consecuencias de sus declaraciones y sus posiciones ideológicas. Solo un ministro tan obtuso como el titular de esa cartera tan grande acapara el dudoso honor de ser el promotor de una de las involuciones más reaccionarias de lo que llevamos de siglo. Los pretextos (fracaso y abandono escolar, malos resultados en las PISA) parecen poco convincentes cuando se está promoviendo trasvase de recursos y financiación a la privada y se toma partido por los dictados más conservadores de la Conferencia Episcopal.
Tampoco el judicial escapa a la demolición antidemocrática que está ejecutando el PP: la reforma polémica de la ley del aborto, el acoso y derribo de Baltasar Garzón, las tasas judiciales, que convierten el acceso al sistema judicial en un lujo, otro más, de carácter disuasorio para unas clases sociales cada vez más empobrecidas. Igualmente grave resulta la intención de criminalizar a la sociedad civil por el hecho de manifestarse. Aquí los meritorios no se andan con medias tintas: la delegada del gobierno en la Comunidad de Madrid es un buen exponente con su propuesta de modulación. Se estrecha el cerco sobre las libertades, se criminaliza al que protesta, al manifestante, al que discrepa públicamente, al que contacta a través de las redes sociales y las nuevas tecnologías para proponer o afirmar algo que no sea asumible por el sistema de ¿valores? del gobierno. La política ha abandonado la tradicional nobleza de presupuestos y de objetivos que fue desde finales del siglo XVIII para convertirse en una tediosa actividad de autojustificación, de defensa y protección de los propios políticos, de lanzamiento de anatemas y amenazas contra los que no piensan igual.
La lista de atropellos sería muy larga. Pero lo más preocupante es la mezcla de iluminación ideológica y de revanchismo de muchas de las medidas adoptadas, que no se justifican por la presión de las reformas impuestas desde Bruselas. Los inmigrantes, los dependientes, los desahuciados, la clase trabajadora, los servicios públicos de sanidad, educación, investigación y justicia son las víctimas favoritas. La consigna es eliminar prestaciones o privatizarlas, sin cálculos ni estudios previos de rentabilidad económica ni social, sin el más mínimo análisis de las consecuencias a largo plazo, sobre las que autorizados organismos internacionales empiezan ya a alertar. Esta inhibición del Estado en sus funciones más perentorias ya está teniendo resultados dramáticos y ha acentuado una fractura insalvable entre dos categorías de ciudadanos que ya estaban empezando a diferenciarse a causa de la crisis: los que apenas la perciben y todos los demás. En la primera categoría se sitúan los banqueros, los defraudadores amnistiados, los empresarios, buen parte de los políticos y de los altos cargos de las Administraciones. Todos ellos mantienen su cuota de poder económico que los vincula con esa “clase política extractiva” que señalaba César Molinas en su artículo de septiembre publicado en EL PAÍS. Esa extracción se ha generado y se sigue generando, a veces de forma delictiva a través de numerosos casos de corrupción que siguen aflorando casi cada mes. Una extensa nómina de “conseguidores” bien relacionados con el poder político está saqueando el país para beneficio de unos pocos. Esos pocos pertenecen a la “clase política”, culpable de la crisis, que ahora debe mantenerse a flote en plena depresión y devolver favores a quienes se los han procurado durante los años de la gran especulación. De modo que se pone en venta el sistema de salud pública y la educación pública, se inyecta efectivo europeo a los otros grandes culpables, los bancos; se amnistía a los defraudadores, se sangra al funcionario y al ciudadano con impuestos más elevados, se le aumentan las tarifas eléctricas y los peajes y se le hace pagar por servicios elementales como la sanidad y la justicia.
La concentración de la riqueza en manos de unos pocos ya fue prevista por Marx, aunque no del mismo modo en que se está produciendo. No es la burguesía, un concepto social desfasado y ambiguo, sino una parte del conglomerado de políticos, banqueros, empresarios y gestores de operaciones especulativas. Ellos ganan y el resto pierde: paro, desatención sanitaria, negación de la tutela judicial, desahucios. Los principios elementales de la política como servicio a la ciudadanía están conculcados: no parece crearle dudas al gobierno acerca de su permanente violación de los fundamentos constitucionales el que haya cada vez más gente sin trabajo, sin casa, sin derechos, sin protección frente a la opresión.
El daño parece ya irreparable para muchas generaciones, y aún no ha terminado.

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