Había una vez un alcalde de Madrid que quería ser
ministro, pero como no le hacían caso sus compañeros de madri(d)guera se puso a
llamar la atención cavando agujeros y galerías él solo; y así construyó túneles
por toda la ciudad, hasta que se le empezaron a inundar. Con la tierra que
sacaba de las excavaciones hacía montoncitos donde asentar los edificios de una
ciudad olímpica que nunca fue. Pero a las inauguraciones de esos edificios, que
después estaban medio vacíos, invitaba a los otros colegas de la madri(d)guera.
Al final, de tanto insistir, pese a las inundaciones de los túneles y a las
construcciones que no servían para nada, lo hicieron ministro. Debieron de
pensar que era mejor que tenerlo socavando el suelo de la ciudad hasta que se
hundiera. Claro que no lo nombraron ministro de Fomento, porque sabían que de
ese modo seguiría haciendo túneles, campañas por Madrid 20 y (olím)pico y dando
gasto a una ciudad que no se lo merecía. Así que dijeron: que sea ministro, es
de Justicia.
El ministro tomó posesión, pero en realidad seguía
siendo un topo. No podía evitarlo, demasiado tiempo socavando y siendo
socavado. Y, la verdad, sus colegas no se equivocaron, pues, al final, ¿en qué
se parece un topo a la Justica? En que, al ser los dos ciegos, no pueden verse,
así que el ministro-topo no reconoce la Justicia y esta no puede ver cómo el
ministro le está excavando una sima profunda donde se vaya a hacer gárgaras
para siempre.
Una de las figuras mediáticas del gobierno es
Alberto Ruiz. Su labor de acoso y derribo al sistema y al poder judicial casi
hace pensar que el afán de llamar la atención era mayor de lo que la opinión pública
y su propio partido suponían. Hasta es probable que sirva, en la perversa mente
del presidente del gobierno, de pararrayos para hacer olvidar, siquiera
momentáneamente, la desastrosa gestión del resto de miembros. Comenzó sacando
de quicio a propios y extraños con su proyecto de reforma de la Ley del Aborto,
que ha quedado de momento paralizada por las tensiones no resueltas que genera
el tema dentro del propio PP, donde hay tirios y troyanos. Más tarde apoyó
explícitamente al anterior presidente del CGPJ en su intención de no comparecer
en el Congreso de los Diputados para dar cuenta de sus gastos de semana
caribeña. Recientemente ha vuelto a soliviantar a los jueces, magistrados,
fiscales y abogados con su polémica ley de tasas, que pretende ¿sufragar? la
justicia gratuita. Semejante paradoja está en la línea de la desfachatez de
algunos miembros del gobierno cuando niegan la evidencia más clamorosa: 2012
iba a ser el año de la esperanza para el empleo y la emigración de los jóvenes
es impulso aventurero (Fátima Báñez). Pagar por la justicia es lo contrario de
tenerla gratis. En lugar de modernizar e informatizar la gestión de la
justicia, en vez de crear más juzgados y dotarlos de más personal y mejores
instalaciones, el ministro-topo la restringe al punto de lujo para ociosos
adinerados. Deja de ser un servicio público que garantiza un derecho
fundamental recogido en la Constitución y pasa a convertirse en un privilegio
para evasores fiscales, constructores de la burbuja inmobiliaria, ex directivos
de bancos y de empresas quebradas, clanes mafiosos y estafadores nacidos a la
sombra de la corrupción inherente al descontrol sobre la clientela de los
partidos. Mientras que, por el otro lado, quienes quieran pleitear contra todos
estos no lo tendrán fácil; y quienes simplemente anhelen justicia tendrán que
ahorrar. La justicia como prebenda, el dinero como rasgo censal que segrega a
los ciudadanos. Otro aspecto coherente de la “revolución” que está llevando a
cabo el gobierno, que con certeza ha hecho suya la última frase del Topo:
“Gobernar, a veces, es repartir dolor”. Pero está mal repartido ese dolor,
siempre lo reciben los mismos. Gobernar es más bien repartir justicia, pero el
Topo no la quiere ni repartir, prefiere subastarla.
También había una vez un ministro de Educación que
en realidad quería ser toro bravo. Tanta era su obsesión que llegó a confundir
el hemiciclo con un ruedo, los escaños con los tendidos y los diputados de la oposición
con los picadores. Uno no sabe qué es lo que molesta más de este personaje, si
su engreimiento insustancial o su torpeza inconsciente. Sin duda ha logrado ser
el ministro estrella del gobierno. Muchos de los suyos ya no lo aguantan, pero
resulta aún más increíble explicar el mecanismo que ha podido llevarlo a ser
ministro de algo tan importante como la educación. El ministro Wert, como sociólogo
que es, se ha leído los informes PISA para llegar a conclusiones preconcebidas,
que deben ser puestas siempre en su contexto, cosa que el propio PISA hace mal.
Así que ha decidido que en la enseñanza española hay mucho fracaso y mucho
abandono escolar, lo que es parcialmente cierto; y que hay que mejorar resultados
de las evaluaciones internacionales en ciencias, lengua y matemáticas. Esos
tres son los únicos medidores de PISA. El ministro Wert parece ignorar que hay
otros informes que ponen el acento de la calidad de un sistema educativo en el
prestigio social del profesorado, entre otras cosas. También ignora que las
diferencias entre comunidades autónomas son grandes y que algunas están por
encima de los indicadores del PISA en cualquiera de esas disciplinas
mencionadas.
Con ese pretexto pone en marcha una reforma que
aumenta innecesariamente las horas de matemáticas, lengua y ciencias. El
problema del correcto aprendizaje de la lengua no se soluciona con más de lo
mismo. Hay poderosos factores educativos, sociológicos y mediáticos que
dificultan un manejo adecuado del idioma. A cambio de ese aumento de horas comete
errores tan burdos, ampliamente comprobados, como reponer la materia
Tecnologías en 1º de ESO; y disminuye las de Educación plástica y las de
Música. Son materias artísticas, que al ministro Wert parecen importarle muy
poco (en el primer borrador de la LOMCE ya se eliminaba el Bachillerato de
Artes, cosa que después se ha corregido), tan poco como considera en general el
arte y la cultura, que también son responsabilidad de su departamento. Las
principales instituciones culturales del país (Museo del Prado, Instituto
Cervantes…), que son las que pueden abanderar esa estupidez de derechas que
llaman la marca España, han quedado desfinanciadas.
Wert tiene un mérito, no obstante: que no tiene
miramientos ni conoce la vergüenza propia ni ajena. Así que reconoce haber
negociado el estatus de la enseñanza de religión católica en la LOMCE con la
Conferencia Episcopal. También cree, y lo dice, que la Educación para la
ciudadanía desaparece porque servía para adoctrinar. Pero no explica sus
argumentos. Así que está concediendo que cualquier materia puede tener el mismo
efecto. De hecho, la LOMCE elimina también la materia Ciencias para el mundo
contemporáneo, quizá por la misma razón. La que de verdad adoctrina es la
enseñanza de la religión, y para demostrarlo Wert le pone una alternativa que
llamará Valores éticos y morales, lo que arruina el rigor de una materia como
Educación ético-cívica que se imparte hasta el momento y que parece más necesaria
que nunca en una sociedad cuyos dirigentes han optado por olvidarla. La ética aparece alejada de la corrupción, de la mentira, de la desigualdad, de la
injusticia, de la venganza y del cinismo.
El ministro toro se ha liado la manta a los cuernos
con los catalanes y su intención de españolizarlos. Eso se llama sectarismo:
ataca el modelo lingüístico-educativo catalán, que tras décadas de aplicación
ha logrado que los alumnos catalanes sean competentemente bilingües, con
resultados aceptables en los dos idiomas. No parece cuestionar el gallego, ni
el vasco. Así que Wert el iluminado parece convertido en un moderno inquisidor,
que ya ha comenzado una caza de brujas inexistentes.
Los recortes en educación del ministerio presentan
como necesario el cambio del modelo educativo, pero es tan falso como casi todo
lo que sale de la boca del gobierno: Wert habría hecho esta “revolución” aun
sin necesidad de recortes. Estos sirven de paraguas para lo mismo que están
sirviendo en otros ámbitos, para hacer una reforma ultrarreaccionaria que
predica sufrimiento para muchos a cambio de la futura felicidad, mientras
servicios esenciales son puestos a la venta, mientras en ese cambio de manos la
corrupción sigue haciendo negocio, mientras se destruye la educación, la
investigación, la ciencia y la cultura
del país.